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miércoles, 26 de noviembre de 2008

VIERNES DE DOLORES

Morgensonne, c.1952 Pósters por Edward Hopper

Dolores se despertó aquella mañana con la impresión de que alguien le había dado una paliza. Miró a su derecha y comprobó que su hijo pequeño estaba allí, dormido plácidamente. “Bien –pensó- entonces no ha sido una impresión. Alguien me ha dado una paliza de verdad. Menos mal que mañana es sábado y podré levantarme un poco más tarde”.Se levantó, fue al cuarto de baño y abrió el grifo de la ducha mientras, entre bostezo y bostezo, recordaba su vida de soltera. Por las mañanas su madre la despertaba diciéndole: “Dolores, hija, levántate que tienes el desayuno en la mesa y se enfría”. Ella se levantaba, desayunaba y se pasaba media hora delante del armario decidiendo que ponerse antes de ir a trabajar a la zapatería. Era una chica muy guapa. Todos los chicos del barrio querían salir con ella pero a ninguno hacía el menor caso. Quería ser poetisa, aprender inglés y viajar por todo el mundo. Su padre le decía: “Niña, no quieras comerte el mundo que el mundo no se deja comer. Demasiado bocado para una boca tan chica. Confórmate con encontrar un buen hombre y formar tu propia familia.  Eso de escribir es para los que no les gusta trabajar. De eso no come nadie”. Por eso, a fuerza de tanto consejo, acabó creyendo que su sueño no era más que eso…un sueño. Una ilusión que se desvaneció completamente cuando conoció a Fernando, un amigo de su primo Alfonso, que trabajaba como dependiente en unos grandes almacenes y que le prometió que la tendría como a una reina el día que se casaron.

Terminó de ducharse, se cepillo el pelo y se puso un poco de crema hidratante en la cara. Era barata, de la marca blanca del supermercado. Lo que alcanzaba con el presupuesto mensual. Lo justo para mantener la poca autoestima que las circunstancias le habían permitido conservar. Preparó el desayuno, vistió y peinó al pequeño, y salió en dirección al colegio recogiendo de paso a los niños de la vecina. “No te preocupes mujer. –Le había dicho al comienzo del curso- Si de todas formas están en el mismo colegio no me cuesta trabajo llevarlos. Así tu estás menos apurada para llegar al trabajo”. A la vuelta del colegio paró en el mercado para hacer la compra. “Poca cosa –pensó mientras entraba- tengo casi de todo en casa. Algo de fruta y poco más. Hoy pondré unas lentejas”. Como es normal en muchas amas de casa, cuando entran en el mercado para poca cosa salen sin dinero y con cinco o seis bolsas. Claro que la culpa la tiene el frutero, que como quien no quiere la cosa, te va colocando un kilito de esto, un kilito de lo otro y al final pasa lo que pasa.

Como pudo, llegó hasta el coche intentando repartir el peso en dos partes iguales. Tres bolsas para cada mano. “Mira, si meto tripa y controlo la respiración me hago idea que estoy haciendo pilates”. –Pensó intentando sacar la parte buena de la experiencia-. Pero la felicidad siempre es breve, muy breve, y la de Dolores se limitó a acompañarla solo hasta el preciso instante en el que apareció el picor de nariz. “¿Y ahora qué?. Bueno si me relajo seguro que desaparece.” –pensó- Pero de eso nada. El picor no daba tregua y la pobre Dolores, después de hacer tantos mohines como un conejo y acordarse del frutero, de la madre del frutero y de las cualidades de la fruta, acabó soltando las bolsas en el suelo y restregándose la nariz con la palma de la mano de forma compulsiva. “Ala, a la leche el pilates”. –se dijo-. Por fin llegó a casa; Guardó la compra y se dispuso a comenzar las tareas domesticas. Abrió las ventanas, sacudió las alfombras, destapó su cama, las de los niños…”Lo que me faltaba. Por eso se vino a mi cama". -dijo- mientras comprobaba que el pequeño había tenido una fuga nocturna de pipí. Después de cambiar las sabanas, hacer la colada y pasar la aspiradora, se dirigió a la cocina para preparar la comida. Abrió la puerta de uno de los muebles y empezó a buscar. “Olla rápida, olla rápida…aquí estas, creo, -dijo mientras tiraba del mango de una olla. “¿Eres la olla rápida?. Si. Entonces eres mi olla.  Colocó todo los ingredientes en la olla, la cerró y graduó la presión. “Quince minutos y listo” –Dijo mientras programaba el tiempo en la vitro “touch control” que le había regalado su marido las pasadas Navidades-.”Esto ya está -continuó hablando sola- Ahora mientras se hacen sacaré la ropa de la secadora y luego iré a recoger a los niños al colegio”. 

Dicho y hecho, recogió a los niños (en esta ocasión solo a los suyo porque los de la vecina se quedaban en el comedor del Colegio) y volvió a casa no sin antes pasar por la panadería y por el supermercado par comprar unas latas de cerveza para su marido. Era viernes y por la noche había partido especial. Fernando se lo había encargado con mucho interés: “No te olvides de comprarme las cervezas. Y no me traigas una de esas baratas de marcas raras que no hay quien se las beba. Después de harto de trabajar que menos que una buena cervecita viendo un partido”. 

Los niños empezaron a protestar en el instante en que vieron la olla rápida sobre la vitro:

-Mamá ¿Qué has hecho para comer? –dijo Marta, la mayor, que estaba en plena ebullición quinceañera.

-Lentejas, que son muy sanas y tienen mucho hierro. –Contestó Dolores.

-Jopé mamá. ¿Por qué no has hecho macarrones?. –Protestó Marta

-Ni macarrones ni macarronas. Lentejas y se acabó. Y no quiero ver ni una en el plato, así que ¡Ala, a comer! -Contestó Dolores tajante.

Después de comer, fregar y ordenar la cocina, llevó a Marta a clases de tenis y a Fernandito, el pequeño, a clases de inglés. Recogió ropa en la tintorería, pasó por el dentista para que revisara los correctores dentales de la niña y entró en una tienda de “artículos económicos” para comprar una alfombrilla de ducha. Menudo susto se había llevado el día antes cuando Fernandito se resbaló y se dobló el brazo al caer:

-Mira que te lo digo, que cualquier día te vas a matar con tanto jugar en la ducha, pues nada, ni caso. El día que te mates dirás, que razón tenía mi madre. -Le decía al niño mientras lo zarandeaba nerviosa de un lado a otro.

-Mamá, tu lo flipas, el día que se mate este no dice ni pio” –le decía Marta riendo.

-Pues también es verdad hija. Es que este niño le pone los nervios a una que ya no sabe ni lo que dice”-contestó evitando sonreír.

Eran las ocho de la tarde cuando llegó a casa. Mientras los niños se duchaban doblo un cesto de ropa limpia y la colocó para plancharla. Preparó la cena de los niños, dejó colgado el uniforme del pequeño para el día siguiente y repaso dos botones de una camisa de Marta. Se disponía a planchar cuando llegó Fernando:

-Hola familia ¿Qué tal? Ya estoy en casa.

-Hola papá –contestaron los niños sin mucha efusividad.

He preparado tortilla de patatas. ¿Te pongo algo para picar? –Preguntó Dolores.

Si. Pero quiero silencio sepulcral que ya empieza el partido. Venga estos a la cama que ya es hora. Un beso y a dormir que mañana hay que madrugar y luego vais medio dormidos al colegio. –dijo Fernando mientras se ponía las zapatillas y se sentaba en el sofá al tiempo que dejaba los zapatos en una esquina para que los recogiera Dolores.

-Papa, mañana es sábado y no hay cole –dijo Fernandito.

-Me da igual. Os vais a la cama y a descansar. Lee un cuento hasta que te duermas. -ordenó Fernando- Y tu Marta, déjate de ordenador hasta las tantas ¿Eh?

Dolores le preparó la cena en una bandeja y se la llevó al salón donde tenían un televisor de pantalla plana de 32 pulgadas, que solían ver los niños por la tarde y Fernando por la noche. Ella se acostumbró a ver uno portátil que tenían en la cocina, porque así, mientras tanto, podía ir haciendo algunas cosillas.

Mientras Fernando veía el partido, ella aprovechó para planchar algunas camisas y pantalones. En el descanso se acercó al salón y le comentó a su marido que el dentista había dicho que el mes que vienen le cambiaría el corrector dental a Marta y que Fernandito quería dejar de dar clases de inglés para empezar con balonmano.

-¡Mira, pues a lo mejor me matriculo yo en las clases de ingles!. –Le dijo con cierta rapidez.

-¿Tu en inglés? ¿Qué mosca te ha picado? -Pregunto su marido.

-Quiero aprender. ¿Que tiene de malo? A mi siempre me ha gustado aprender. Cuando éramos novios escribía poesías y mis amigas me decían que no lo hacía mal. –le dijo un poco enfada.

-Ya, ya. Pero eso era antes. Ahora ya se te ha pasado la edad. –le dijo Fernando con ironía.

-Yo creo que nunca es tarde. Algo tengo que hacer. Igual me convierto en poetisa. A lo mejor un día te sorprendo y me hago famosa publicando un libro.- Dijo Dolores intentando mostrar su dignidad.

-Si, poesías de barrio. -dijo Fernando soltando una gran carcajada- Bueno, ahora déjame que ya empieza el partido. Como se nota que estas todo el día aquí aburrida.

 Dolores volvió a la cocina y se sentó para tomarse un yogurt mientras se decía a si misma en voz baja: “Mañana haré macarrones. Tengo que arreglar el pomo de esa puerta como sea, si no tendré que llamar al carpintero. Antes de acostarme voy a poner una lavadora de ropa blanca.

-Dolores ¿Estas hablando sola? -Preguntó Fernando desde el salón- Estas cada vez peor.

Dolores no contestó. Se sintió un poco ridícula, avergonzada. Miró el televisor. Emitían un documental sobre Cuba en el que cantaba Pablo Milanés. “Que bonita canción -pensó-. Si al menos mis padres me hubieran llamado Yolanda en vez de Dolores, siempre me habría quedado el consuelo de imaginar que este hombre escribió esa canción para mi. Pero claro, en aquella época no se ponían esos nombres a las niñas, y menos en mi casa. Mira que llamarme Dolores. Que nombre más desagradable. Mejor dejaré lo del inglés. La verdad es que no me hace falta y voy a gastar dinero para nada. Además, es lo que dice Fernando, al fin y al cabo, una es de barrio”.

Se levantó, apagó el televisor y se dirigió al lavadero. Metió ropa en la lavadora y conectó un pequeño transistor que tenía sobre una repisa. Sonaba la banda sonora de la película Titanic. Mientras cogía la botella de detergente Fernando la llamó:

-Dolores, es tarde. ¿Nos vamos a la cama?

En ese momento, sin poderlo evitar, sus ojos se llenaron de lágrimas mientras contestaba con tristeza:
-Si. Ya voy Fernando…ya voy.




 .

jueves, 13 de noviembre de 2008

VIAJAR AL PASADO




La lluvia caía suavemente sobre el cristal de la ventana del salón. El reloj de la entrada ofrecía su tic tac como única alternativa sonora al chisporroteo de la leña que ardía en la chimenea, envolviendo la estancia en una luz naranja y agradable que invitaba a cerrar los ojos y dejarse llevar por la paz del lugar.

Clara se sentó en la vieja butaca del abuelo y extendió los brazos acercando sus manos al fuego. A pesar de todo, era agradable estar allí después de tantos años. Allí había pasado su infancia desde que sus padres murieron. Cada noche, después de cenar, la abuela se sentaba en la mecedora para hacer ganchillo mientras el abuelo encendía su pipa y, sentado en su vieja butaca, comenzaba a relatar viejas leyendas del lugar. La mayoría de ellas inventadas por él.

Ella y su hermano se acomodaban en la alfombra, y esperaban ansiosos escuchar la historia de esa noche para experimentar la sensación de miedo contenido que tanto les atraía. A menudo, le resultaba casi imposible irse a doemir sin sufrir autentico terror mientras subía las escaleras hacía su dormitorio. Cuando conseguía llegar hasta su cama, tapada con aquellas pesadas mantas con olor a alcanfor, Clara se prometía a si misma que no volvería a escuchar aquellas historias, pero a la noche siguiente, casi antes de que el abuelo hubiera llenado su pipa, Clara y su hermano Pablo, se arrodillaban delante del bueno de Gregorio reclamándole alguno de sus terroríficos relatos.

Todavía seguía allí el atizador y el punzón para mover la leña. Los recordaba de toda la vida, igual que el jarrón de porcelana de la mesa de la esquina donde la abuela solía colocar el cesto de sus labores. Justo al lado, una preciosa cajita de música con olor a canela que el abuelo le había traído del sur de Francia cuando, siendo casi un chiquillo, fue con su hermano mayor a ver una corrida de toros a Nimes. La abuela solía decir “A qué eso de irse tan lejos este hombre a ver los toros. Como si aquí no hubiera buenas plazas”. La abuela Irene protestaba casi por todo. A Clara le gustaba anticiparse a los comentarios de la abuela y solía hacer apuestas con su hermano:

-Apuesto un duro a que cuando la abuela pase por el vestíbulo protestará porque el abuelo ha dejado la caja de las verduras en la silla de la entrada. –Decía Clara.

-Yo apuesto el mismo duro a que primero protesta porque Matilde todavía no ha ido al gallinero a recoger los huevos. –Decía Pablo.

- Hecho. Pero si pierdes pagas. Luego no me vengas con cuentos. –Advertía Clara a su hermano.

- Vale, vale. –Decía Pablo con cierta resignación.

Se quedó mirando la mecedora de la abuela y de pronto recordó aquella tarde en la que encontraron a Moro. Hacía mucho frio, habían salido con el abuelo a recoger algo de leña y algunas piñas cuando escucharon los quejidos de un animal. Se acercaron a la pila que había junto al pozo y, al lado de un cesto que la abuela utilizaba para la ropa sucia, encontraron un pequeño perrito negro, escuálido y aterido. Ella lo cogió enseguida para darle calor mientras el abuelo le decía: “Gasta cuidado Clarita, que como el perro tenga pulgas, cualquiera aguanta a la abuela”.

Volvieron a casa y Matilde les buscó un trozo de manta vieja y un platillo de latón con un poco de leche caliente y pan: “Le he puesto también una aspirina. Por si acaso sa enfriao el probe animalito”. Decía la buena  mujer, que llevaba trabajando en la casa toda la vida, y que resultaba muy graciosa cuando comentaba que a los guisos de carne había que echarles mucho pimiento y mucha “acenoria”.

Al día siguiente, el perrillo no paraba de mover el rabo mientras corría detrás de ella y de su hermano. No dejaba de mordisquear el bastón del abuelo. Jugaba y jugaba con todo lo que encontraba a su alrededor. La abuela le reñía siempre, a pesar de que el pobrecillo la miraba con su carita triste, agachando las orejas y ladeando la cabeza para intentar darle pena. No se dieron cuenta de lo mucho que el perro la quería hasta el día que la abuela murió. Moro tenía catorce años. No se movió de su lado hasta el último momento. La acompañó hasta la puerta del cementerio el día del entierro y esa misma tarde, el abuelo lo encontró muerto a los pies de la mecedora del salón. Como le hubiera gustado acariciar al pobre Moro en aquel instante, sentir el peso de su pata pidiéndole que le rascara la cabeza. Jamás volvió a tener otro perro.

Había dejado de llover. Se había hecho de noche. Clara se acercó a la repisa que había sobre la chimenea y miró los libros del abuelo. Estaban los mismos, colocados exactamente igual que cuando ella era niña. Allí estaba su favorito: “Las Obras Completas de Federico García Lorca” Era un libro muy grueso, estaba encuadernado en piel. Le encantaba aquel olor. Las páginas eran de un papel extremadamente fino y con el borde dorado, igual que las letras de la cubierta. Recordó entonces su etapa en la universidad. Su amiga Ana le preguntó en una ocasión:

- ¿Qué harías si tuvieras la oportunidad de viajar en el tiempo, retroceder a otra época? ¿Qué época elegirías?.

- Nueva York, invierno de 1.929. - Dijo Clara sin pensárselo dos veces.

- ¿Por qué Nueva York?


- Para no dejar que García Lorca volviera a Granada.

- Pensé que dirías la época en la que tus padres vivían. - Dijo Ana.-

- Entonces estaría condenándome a sufrir su pérdida nuevamente. –Explicó Clara.- Ya he tenido bastante dolor.

Un poco más a la derecha, una vieja edición del “Libro del Buen Amor” del Arcipreste de Hita. Sonrió al pensar en Don Melón y Doña Endrina, en la Trotaconventos. Si cerraba los ojos, a poco que se esforzara, podía casi reconocer en el silencio de la noche la risa de su hermano Pablo leyendo aquel libro la tarde que lo vio por última vez, justo antes de salir a dar una vuelta con la moto por el pueblo. Antes del accidente que no le permitió volver para terminar de leerlo. Cogió el libro y lo acarició. Marcada con un doblez la pagina en la que Pablo lo dejó.

Volvió a colocar el libro sobre la repisa, junto a la pipa del abuelo. Todavía olía mucho a su tabaco. Allí estaba el pequeño cofre donde el abuelo guardaba las llaves con las que daba cuerda a los relojes. El del vestíbulo, el de la galería del primer piso y el de su despacho. Cada mañana, como un ritual, daba cuerda a los tres. Después pedía a Matilde que le pusiera su “café negro”, bien cargado y con dos cucharadas de azúcar. “desde la guerra no puedo resistir la leche. Se me pone agria en el estomago”, decía cada vez que Clara le preguntaba: “Abuelo ¿Te gusta eso tan amargo?”. Después del café leía el periódico, volvía a comprobar que los tres relojes funcionaban y comenzaba su trabajo diario.

Cogió las llaves y dio cuerda a los tres relojes. Mientras lo hacía, una lagrima rodo por su mejilla hasta cruzar la comisura de sus labios. Noto su sabor salado, tan conocido, tan habitual en su vida desde niña. Se giró y vio su imagen reflejada en el espejo de la entrada. Estaba allí de pie, sola. Acababa de enterrar al abuelo, a su abuelo, y ahora se quedaba completamente sola. Sintió como si a su vida se le hubiera parado el pulso. Había perdido a sus padres cuando era niña, después a su abuela, a su hermano y ahora a su abuelo. “Bueno –pensó- por lo menos ya no me queda nada que perder. Este es el último dolor, el último adiós”.

El sonido de un claxon la hizo abandonar sus reflexiones.

-Niña –dijo Matilde saliendo de la cocina- Ya está ahí fuera el taxi.

-Gracias Matilde. Iré a por mi bolso. –Contestó Clara.

-Clarita ¿Por qué no te quedas a pasar la noche?  Ya es muy tarde y está empezando a llover otra vez. –Dijo la mujer con dulzura.

-No Matilde, gracias. –dijo Clara dirigiéndose hacia la puerta- Demasiados recuerdos.

-Si que es verdad hija, si que es verdad.

-Matilde … -dijo Clara girando sobre si.

-Dime hija.

-¿Queda alguna maceta de espliego en el patio?. –Preguntó Clara.

-Si. Alguna queda ¿Por qué?.

-Me gustaría llevarme una. Una pequeña.

-Pues no se hable más. Ahora mismo te la traigo. –dijo la mujer mientras caminaba hacia el patio.-

Matilde volvió pronto con una macetita de espliego envuelta en una bolsa de supermercado:

-Aquí tienes. ¿Esta bien esta?. –Pregunto Matilde mientras abría la bolsa para mostrar a Clara la planta.

-Si. Esta es perfecta. Muchas gracias. –Contestó Clara.- La abuela siempre metía bolsitas de tela llenas de espliego en los armarios ¿Recuerdas?.

-Si. –respondió llorosa la mujer, mientras limpiaba sus ojos con un viejo pañuelo de rayas que había sacado del bolsillo de su delantal.-

Clara se despidió de Matilde y salió de la casa. El jardín delantero desprendía un agradable olor a tierra mojada. Sintió frio. “Demasiado frio para estar en otoño” –pensó-. Cerró el cuello de su gabardina y subió al taxi con la pequeña maceta en la mano. El aroma del espliego se extendió rápidamente por el interior del coche. El taxista, un hombre de unos sesenta años, de aspecto bonachón y cara regordeta, la miraba a través del espejo interior mientras le decía:

-Ese olor me recuerda a mi infancia. Usted es muy joven y seguramente no lo ha vivido pero, cuando yo era niño, mi madre colocaba bolsitas con espliego en cualquier sitio que hubiera ropa. Es más, lo quemaba en el brasero para perfumar la casa.

-Si, es una planta muy aromática. -Contestó Clara intentando ser agradable.

Estaba muy cansada. Apoyo la cabeza en el cristal de la ventanilla y cerró los ojos para pensar: “Apenas conocí a mi madre pero también crecí con el olor del espliego. Los olores nos invitan a recorrer el camino de nuestros recuerdos, pasear por lo vivido. A veces sentir un olor es revivir una historia, volver a sentir …viajar al pasado ”.

Aspiró de nuevo el aroma y sonrió mientras pensaba en Jaime, su ex marido: “la verdad es que no me vendría mal un abrazo”.

sábado, 18 de octubre de 2008

TODA LA VIDA ES CINE

Cinema Pósters por Conrad Knutsen


Si alguien le hubiera dicho a Nuria en que clase de insípido bebedizo se convertiría su vida, jamás lLos puentes de Madissono hubiera creído. Ella que amaba la literatura, la pintura y la música;  ella que era la más culta de su entorno, la más creativa, la más sensible, ahora se pasaba la vida cocinando, limpiando e intentando llegar a fin de mes comprando mucho por poco. Había pasado de ser Barbara Streisand en Yentl a ser una heroína domestica… domesticada.

Nunca supo muy bien como había llegado a esta situación. Se enamoró, o eso pensaba, de aquel chico jovial y divertido que la hacía reír y conseguía sacarla de la rigidez en la que vivía, de aquella sobriedad a la que su entorno la había empujado. Cambió su forma de divertirse, hizo por primera vez cosas que jamás había hecho, cometió pequeñas locuras y además se alegró de hacerlo. Disfrutó de la luz del sol, de la noche, y de las fiestas hasta la madrugada. Bailó y bailó hasta el amanecer en garitos en los que jamás hubiera pensado entrar. Por todo ello fue feliz y, con la oposición absoluta de toda su familia, decidió unir su vida a la de aquel muchacho, Rafael.

Los dos primeros años fueron felices. Pasión, libertad, fiestas, diversión… Compartían alegría y risas, amigos y confidencias, cine y deporte. Al poco tiempo llegó su primer hijo, su hijo más deseado, más esperado y más buscado. Poco después, no por eso menos queridos, el segundo y el tercero. Nuria nunca supo en que momento, en que lugar, en que instante de su vida en común se rompió ese hilo transparente que une a dos personas y las hace cómplices de vivir. Quizá cada uno tomó inconscientemente un camino distinto. Tal vez Nuria se convirtió en MADRE y Rafael siguió siendo un gran gigoló de la vida. Tal vez no es verdad que exista la fuerza del cariño y sin embargo si descubrieron el poder de la rutina.

Nuria, a pesar de haber sido independiente y haberse sentido individuo durante la mayor parte de su existencia, a pesar de haber buscado en tantas ocasiones de su vida la soledad para disfrutarla, ahora se sentía sola de verdad. Sola en solitud, sola sin querer estarlo, sola en ese abandono ignorante y generoso del que es capaz de dar aquello que él mismo necesita.

Posiblemente se dio cuenta aquel sábado por la tarde, mientras Rafael conducía hacía el hipermercado para hacer la compra semanal y los niños gritaban en el asiento trasero. Nuria intentaba desprenderse de aquello que tanto la inquietaba, de aquel sentimiento que la angustiaba y le hacía sentir la necesidad de que alguien le tomara la mano y le dijera: “No te preocupes, no tiene importancia. Veras como salimos de todo esto”. Pero nada de eso encontró. Por el contrario, Rafael, oyéndola hablar pero sin escuchar en ningún momento lo que Nuria le contaba, le contestó de repente: “Escucha esta canción, seguro que te suena, esta la has cantado alguna vez seguro. ¡Es buenísima!... Y mil gaviotas sonreirán, sonreirán, na na na.

Nuria ni siquiera se molestó, ni siquiera contestó. Mientas escuchaba llover, le miró largamente y pensó: “ ¿Quién es este hombre que conduce mientras canta e ignora esta amargura que está acabando conmigo y que, se supone, debería afectarle igual que a mi?”. Cerró los ojos y recordó una de sus películas favoritas: Otoño en Nueva York. Hubiera preferido mil veces vivir la corta vida de la protagonista, que una larga en sus circunstancias. Su padre siempre le dijo: “Procura la autenticidad en todo aquello que hagas“. Pero ella no se atrevía a ponerlo en práctica. Demasiadas complicaciones, demasiado cansancio, demasiada incomprensión por parte de algunos amigos y miembros de la familia, que a menudo le decían:  "Has tenidos mucha suerte con tu marido. Como está hoy la vida con tanto maltratador y tanto loco suelto, al menos él es muy buena persona".

¿Acaso es digna de admiración la persona que no maltrata a otra? –Pensó Nuria- ¿En que mundo vivimos? ¿Es que debe una mujer sentirse dichosa por el mero hecho de que su marido no la muela a golpes?. Tenemos tanta tendencia a convertir las tragedias diarias en algo cotidiano, que acabamos pensado que la maldad es la regla y lo correcto la excepción.

Un frenazo brusco la hizo salir de su mundo y darse cuenta que Rafael había cambiado la música por el futbol. Un locutor hablaba a la velocidad de un rayo, como solo lo saben hacer los comentaristas de deportes. Gritaba con desesperación mientras intentaba explicar que uno de los equipos acaba de perder una ocasión definitiva de gol. “Que tragedia” –pensó Nuria con ironía mientras, con amargura, esbozaba media sonrisa-.

Seguía lloviendo. Nuria sintió frio, se abrochó los botones de la chaqueta y cruzó los brazos a la altura del estomago mientras seguía, con mirada aburrida, el recorrido de una gota de agua sobre el cristal empañado de la ventanilla. Recordó los cristales llenos de vaho del carruaje en el que, los protagonistas de Titanic,+ hacían el amor en la bodega del trasatlántico.

La gente en la calle comenzaba a correr. Anochecía de esa manera triste y melancólica que el otoño tiene de anochecer. Al fondo de la calle, bajo un soportal, una mujer con un bebe en un cochecito intentaba resguardarse de la lluvia. Las luces de los coches y los neones de los establecimientos brillaban bajo el agua. Sin saber porque, Nuria pensó en la Navidad. La tristeza la asaltó y pensó en sus hijos, en los regalos de reyes, y en las personas que tanto amaba y que se habían ido para siempre. ¡Como les echaba de menos!. Sintió ganas de llorar pero consiguió dominar las lágrimas, estaba acostumbrada a ello. Como Scarlatta O’hara.

El sonido monótono del limpiaparabrisas la invitaba a cerrar los ojos. Pensó en el dinero que tenía y en lo que podría comprar con el. Eran muchos en casa y muy poco presupuesto. Cada semana hacía autenticas filigranas para que el dinero le alcanzara y poder comprar algo de jamón envasado, de 2,30 euros el paquete, y “tronkitos de AlasKa” con sabor a cangrejo, que era lo más parecido a marisco que solían comer sus niños.

Un hombre alto, de unos cincuenta años, cruzó la calle con paso lento y elegante. Parecía no importarle la lluvia. Es más, por su caminar altivo y su forma de andar se podría pensar que disfrutaba sintiendo las gotas de agua sobre su rostro. De pronto recordó la imagen de aquel actor de televisión que tanto le gustaba. No era el prototipo de hombre guapo que tiene a la mitad de las mujeres del país enamoradas. A decir verdad, cuando Nuria comentaba que le parecía muy atractivo, todas sus amigas decían asombradas:

-¿Estás loca?. ¡Pero hija si no vale nada!. Además casi podría ser tu padre .

-Pero no lo es y a mi me parece muy especial. Desprende mucha ternura. Es diferente. –Contestaba Nuria, mientras imaginaba como sería sentirse abrazada por aquel hombre. Sentirse Meryl Strepp en Los Puentes de Madison-

En ese momento Rafael estacionaba el coche en el aparcamiento. Había parado de llover.

“¡Ay! –pensó Nuria mientras colocaba una moneda de euro en la ranura del carrito del hipermercado- ¡Si al menos pudiera conocer a Joe Black!”. Sería capaz de hacer un pacto con el mismísimo diablo a cambio de un poco de ilusión, de un resquicio de esperanza, de un punto de luz al que llegar. A cambio de sentir, solo por un instante, el temblor de la propia piel al rozar la piel del otro..

martes, 30 de septiembre de 2008

ME DEBES UNA


Como todas las mañanas, me levanté muy temprano, desayuné con mis hijos y después del ritual diario de llantos, peleas y algún que otro empujón, conseguí meterles en el coche para llevarles al colegio. Cuando regresaba a casa sonó el móvil:

-¿Si? Dígame. –dije.

-¿Dónde andas buena mujer? –Preguntaba al otro lado mi amiga Pepa.

-Ya ves  –contesté- Vengo de dejar a mis niños en el colegio y vuelvo a casa. Quiero montar en el estudio un mueble de Ikea, así que tendré entretenimiento para rato.

-Que apañadita que eres, lo mismo haces una tarta que montas un mueble. Siempre has sido un Ferrari –Me dijo Pepa-

-No tienes ni idea –Contesté- Cada día estoy a menos revoluciones, ya me siento un coche de esos sin  carné.

-Que exagerada eres. En fin, -dijo Pepa cambiando de tercio- yo te llamo para saber como estás y para pedirte un favor, pero no se te ocurra decirme que no, porque tengo un lio y necesito que me acompañes a un sitio. No tardaremos más de una hora. Cumplir y no venimos. Además, tu sabes manejar estas situaciones mejor que nadie, por algo te has llevado muchos años dando capotazos a unos y a otros, así que no me digas que no.


-¿Vas a un velatorio o qué? Pregunté


-No no. Pero no te creas,  que...

-Pepa hija, si te quiero es por lo bien que te explicas. ¿A que lugar se supone que tengo que ir contigo?

-Amiga, es que esta noche es la presentación de la nueva colección de ropa deportiva de una firma italiana. Por cierto, tienen verdaderas monerías. El caso es que no quiero ir sola, en realidad no quiero ir de ninguna manera, pero no tengo más remedio que hacerlo porque mañana me toca escribir la reseña para el periódico, por eso he pensado en ti, para que me acompañes. Además, que hace yo que se cuanto que no sales por la noche. Que yo sepa, desde la presentación del libro de Roberto, así que está noche te pones bien guapa y nos vamos a quemar Sevilla - me dijo riendo.

-Primero, lo tengo difícil para dejar a los niños con alguien; Segundo, no me encuentro yo últimamente muy guapa; Tercero, lo de quemar la noche no es lo mío, y cuarto, no me apetece ni lo más mínimo el evento en cuestión. De todas formas, haré lo que pueda por acompañarte. Por cierto, me debes una. –Le dije.

-Vale vale, te la debo. Te llamo luego y concretamos ¿Vale?

-Muy bien.



Intenté montar el mueble de Ikea,pero, finalmente, desistí y opté por organizar antiguas fotos. Actividad que, sin duda, me apetecía mucho más.

Estaba preparándome algo para comer cuando sonó el teléfono:

-¿Cuento contigo para esta noche? –Preguntó Pepa.

-Cuenta. Pero volvemos pronto ¿Eh? –Le advertí.

-Como una exhalación –Me aseguró- El desfile empieza a las ocho y media en el Meliá Lebreros. Te recojo a las siete y media, así llegamos con tiempo suficiente para situarnos. No te preocupes, a las diez y media estas en casa.

-Está bien. Nos vemos luego. –Dije.

A las ocho llegamos al hotel. Nada más entrar comencé a ver caras conocidas. Gente de prensa, de federaciones deportivas, incluso algunos de organismos oficiales. A la mayoría hacía más de dos años que no les veía, prácticamente desde que deje mi trabajo. A medida que avanzábamos hacía el salón donde se iba a celebrar el desfile, saludaba a unos y a otros con la cabeza. Muchos se acercaron a estrecharme la mano y a comentarme cuanto tiempo hacía que no nos veíamos.

-Anda, ¿No te alegra ver a tanta gente conocida? –Me preguntó Pepa.

-Pues… ¿Qué quieres que te diga? A unos más que a otros. La verdad es que ya he perdido la costumbre. Con tanto saludo me siento un poco como la jaca de Peralta. –le contesté.

-No seas tonta. –Me dijo Pepa soltando una carcajada- Tu no tienes la cara tan larga. Eres mucho más mona.

-Gracias. Si es así, ya me dejas más tranquila. –Le contesté mientras nos sentábamos.

Vimos el desfile y luego pasamos a una breve rueda de prensa que dieron los directivos de la marca en España. Finalmente, después de entregarnos unos dossieres informativos sobre la nueva colección, nos invitaron a pasar a un salón contiguo para disfrutar de un cóctel que, normalmente, es donde la gente empieza a pasárselo bien. Como suele ocurrir casi siempre en este tipo de eventos, al principio todo el mundo se comporta de manera bastante comedida, luego comienzan a oírse las primeras carcajadas, los chistes subidos de tono y las bromas. Al final, quedan los cuatro de siempre, que tienen como tema favorito de conversación hablar mal de los que ya se han ido, aquellos a los que al principio saludaron con un efusivo abrazo y un “Me alegro de verte”.

La sala era grande. Estaba pintada de color crema y el suelo era tipo granito, de un color gris muy claro. En el centro tenía una puerta corredera que permitía convertirla en dos estancias diferentes. Para el coctel habían repartido catorce mesas de apoyo, todas con manteles color chocolate. En las paredes había unas láminas de pintura impresionista; Mi favorita.

Tomé un sorbo de vino blanco mientras pensaba que, en los últimos dos años, el ambiente apenas había cambiado. Una mujer se me acercó y me preguntó:

-Perdona, pero te vi antes y tu cara me resulta conocida ¿Tu eres de la familia Foronda quizá?

-Pues no. Nada que ver – Le contesté sonriendo.

-Pues fíjate, creo que te conozco de algo. –Insistió.

-Igual nos hemos visto en algún otro evento o en alguna presentación. –Le dije.

-Claro, igual si. Me llamo Adela de Velasco. ¿Tu eres de prensa o del mundo del deporte? 


-Pues de ninguna de las dos cosas. Vengo acompañando a una amiga. Ella si trabaja para un periódico. –Contesté.

-Yo tengo tiendas de ropa deportiva. Sportime ¿Las conoces? – Siguió preguntando.

-Si claro. ¿Quién no? –Contesté sonriendo sin ganas.

Parecía escapada de una serie americana de esas en las que todos los ricos son malos menos uno que es el que se enamora de la chica pobre. Estaba tan sumamente repeinada que se podría jugar a los dardos en su cabeza. Tenía la piel que tienen las mujeres cuando en su familia no se pasa hambre desde hace generaciones. Pendientes de perlas, una cadena que rodeaba su cuello, de la que colgaba un medallón bastante grande, un reloj de oro y un solitario en su dedo meñique. Llevaba un vestido de gasa muy bonito, y los zapatos…supongo que serían unos Manolos, claro está.

Un camarero muy delgado recorría la sala, a una velocidad de vértigo, mientras llevaba una bandeja llena de copas en su mano derecha. Esquivaba a unos y a otros haciendo una autentica demostración de equilibrio. Me extrañó su experiencia porque era muy joven. Deben contratarle para servicios puntuales porque el uniforme no parece suyo. El pantalón le queda cortísimo. –Pensé mientras le seguía con la mirada.

Mantuve conversaciones entrañables con algunos conocidos; Trabajadores y buenas personas que todavía se dejan llevar por la decencia y el respeto. Con otros, hablar por hablar. Palabras sin destino que se pronuncian para no decir nada. Estaba deseando volver a casa.

Al fondo de la sala, un grupo de hombres reía estrepitosamente. Conocía a la mayoría, por eso supuse que alguno de ellos habría hecho el típico chiste fácil sobre la camarera que acababa de recoger las copas vacías de la mesa en la que estaban. Son los de siempre, trajes de Armani, corbatas de Hermes (les tocan siempre como regalo de reyes), zapatos Lotus y camisas con sus iniciales bordadas en el pecho. La mayoría, llegaron a la ciudad hace años, para estudiar con el dinero que sus padres ganaron trabajando duro en el pueblo. Se quedaron aquí y olvidaron que un día fueron chicos sencillos, de familias sencillas, que durante mucho tiempo usaron calcetines zurcidos por las sencillas manos de sus laboriosas madres.

A la derecha de la sala, conversando con un grupo de periodistas, vi nuevamente a la dueña de la cadena de tiendas de deporte. Hablaban sobre muebles de importación. Parecía tener un absoluto control sobre todo lo que la rodeaba. Todo el mundo se acercaba a saludarla mientras, ella, devolvía los saludos con la misma naturalidad con la que yo doblo la ropa limpia. Se comportaba como si toda su vida hubiera estado en aquel lugar, rodeada de aquella misma gente. Mientras la miraba pensé: No creo que haya leído Pura Vida. Seguro que ni siquiera le gusta Mendiluce.

Justo en ese momento se acercó Pepa para decirme:

-Cuando quieras nos vamos, ya tengo todo lo que necesitaba.

-Yo también.

-¿Tu también? ¿Te ha pasado algo?

-Si. Creo que mi vida no está tan mal. Y por cierto, ¿Para que me has pedido que te acompañara? Al final me has dejado sola entre lobos. Tu lo que querías era sacarme de casa.

-¡Pobre Caperucita!. Será que no tienes recursos. El bolsillo de Doraemon a tu lado es un estuche de colegio. Conociéndote te lo habrás pasado de escándalo. Seguro que no te queda por analizar ni al camarero -dijo Pepa- Y claro que tu vida no está tan mal. En este mundo todo es relativo, todo depende de con quien o con que lo compares.

-Estoy convencida de ello. Y que sepas que al camarero los pantalones le quedaban por el tobillo. –dije mientras Pepa se reía asintiendo.

Eran las once menos veinte cuando por fin llegué a casa. Lo primero que hice fue ir a la habitación de mis hijos. Ya dormían. Les besé y me quedé mirándoles durante un buen rato mientras pensaba en lo que había visto aquella noche.

Fui a la cocina, me preparé un te verde y luego me dirigí al estudio. Allí estaba desmontado el mueble sueco. Fuera se oía ladrar a un perro. El verano se estaba terminando y por las noches ya empezaba a refrescar. Pronto tendré que sacar la ropa de otoño. Es increíble como pasa el tiempo. Hoy me he perdido Cifras y Letras –pensé mientras me recostaba en el sofá y cerraba los ojos – Recordé que mi abuela tenía un huevo de madera para zurcir calcetines y eso me hizo sonreír. Terminé el té y me levanté diciendo: “Bien Escarlata, vete a dormir, mañana será otro día.”




lunes, 21 de julio de 2008



EL INFORME.

Era jueves por la tarde, la semana casi estaba terminando, sentada delante del ordenador, intentaba sacar fuerzas de flaqueza para grabar los datos que me servirían como base del informe que tenía que preparar para el lunes. Necesitaba estirarme un poco, así que me levanté y me dirigí al área de descanso de la oficina. Había un grupo de compañeros hablando de fútbol, me preparé un café y volví a mi mesa. Cuando estaba llegando oí sonar mi teléfono. Con el cafe en la mano aceleré el paso y lo alcancé antes de que se cortara la llamada:

-¿Si? -dije mientras iba rodeando la mesa intentando sujetar al mismo tiempo con la otra mano el café, el cable del teléfono y un bolígrafo que había salido rodando y estaba a punto de caer al suelo.

-¿Tienes el informe de la presentación de ayer? -Dijo mi Jefe al otro lado del hilo telefónico.

-No, precisamente estaba trabajando en ello. Prácticamente ya tengo todos los datos así que mañana lo preparo y el lunes a primera hora lo tengo listo tal y como acordamos.

-Olvidate de eso. Lo necesito para mañana a primera hora así que dejalo hoy sin falta en mi mesa.

-Bueno pero, eso no.... -Comencé a balbucear mientras pensaba que, llegados a este punto, cualquier cosa que dijera no serviría para nada.

-Adiós. -Escuche al otro lado.

Colgué el teléfono y me quede con el café en la mano, mirando al frente, sin ver nada y pensando en todo. No sabía como iba a salir de aquello, pero la cosa no se presentaba fácil. Miré el reloj, las seis y veinte. Mi hijo tenía fiebre y yo tenía que ir a la farmacia, comprar algunas cosas en el supermercado y pasar por el cajero sin falta. Bueno, primero tenía que terminar un informe que ni siquiera había empezado. Como la mayoría pensé: "El día que me toque la primitiva... Vamos, y si no me toca a mi, que le toque a otro que yo se y que se vaya él, que así de rebote también recibo yo un premio". Pensé muchas más cosas y luego me puse a trabajar.

Poco a poco todos mis compañeros se iban marchando:

-¡Hasta mañana! -me iban diciendo uno tras otro- No trabajes tanto y vete a casa que no vas a heredar esto.

- ¡Je je!. No si eso lo tengo claro pero tengo algunas cosillas que terminar. ¡Hasta mañana! -Les contestaba mientras deseaba que se fuera el último para acabar con aquella agonía.

Eran ya las ocho y media de la noche, había llamado dos veces a casa para saber que tal estaba el niño, pero volví a llamar y esta vez hablé con él:

-¡Hola peque! ¿Cómo estas?

-Mami estoy malito y tengo "ocho de fiebre". ¿Tu ya vienes?

-No, todavía tardaré un poquito más, pero te llamo más tarde para ver como sigues ¿Vale?

-Vale mami, pero ven pronto.

-Si chiquito, tan pronto como pueda. Te quiero.

-Si mami y yo tambien. ¿Y tu me traes un huevo Kinder?

-Si yo te lo llevo. No te preocupes.

Cuando colgué el teléfono me sentí la peor madre del mundo. ¿Cual era mi principal obligación mi hijo o el informe?. ¿Que pasaría si apagaba el ordenador, cogía mi bolso y me iba a casa para cuidar de mi hijo?

Eran las nueve cuando entró la señora de la limpieza:

-Buenas noches. -me dijo- ¿Otra vez por aquí a estas horas?

-Buenas noches -contesté- Si, la verdad es que se me acumula el trabajo y últimamente no veo el fin. Pero bueno, ya estoy terminando.

-Pues eso es lo que tiene que hacer, terminar e irse a casa, que está empezando a llover y se acabará cerrando la noche en agua. Además usted tiene que andar por carretera. ¿Cuanto tarda en llagar a su casa? -me preguntó.

-Si no hay mucho trafico, unos treinta minutos, tampoco es tanto.

-Bueno, pues venga, termine y se va usted ya mujer. -me dijo mientras iba manipulando su cubo, su fregona, y todos los demás utensilios que llevaba en el carrito de limpieza.

Acababa de terminar cuando miré el reloj, eran las diez y cuarto de la noche. Estaba tan cansada, que de buena gana me hubiera quedado a dormir en uno de los sillones de la recepción, pero tenía que llegar a casa. Estaba deseando ver a mi hijo así que imprimí el informe, lo coloqué en una carpeta y lo puse sobre la mesa de mi jefe. Apagué el ordenador y me dirigí hacía la salida.

Sabía que estaba lloviendo, desde la ventana lo había podido ver, pero nada comparable con lo que estaba cayendo en ese momento. El ruido del agua sobre la cúpula del vestíbulo resultaba atronador. A través de la cristalera pude ver los primeras ráfagas de lo que parecía ser una tormenta de otoño bastante considerable. No sabía que hacer, no tenía paraguas y mi coche estaba bastante lejos. Si esperaba más podían pasar dos cosas: Que amainara o que empeorará. En ambos casos tardaría más en llegar a casa, así que abrí la puerta y empecé a correr mientras pensaba: "Para colmo hoy me he puesto los zapatos con más tacón. ¡Dios mio no permitas que me caiga!. Ya casi llego, ya casi llego". Cuando por fin llegué al coche sana, salva y empapada, la tormenta ya estaba en pleno apogeo. Los rayos iluminaban el aparcamiento hasta conseguir que, por unos segundos, pareciera de día. Mi pelo no dejaba de gotear sobre las manos, y estás sobre el volante. Estaba tiritando y a duras penas conseguí arrancar el coche y encender la calefacción.

Estaba aparcando justo delante de una farmacia 24 horas cuando me pregunté: "¿Cómo he llegado hasta aquí? No recordaba haber pasado por casi ningún sitio de los que había tenido que pasar para hacerlo". Sentí miedo y pensé "Estamos vivos de milagro". Compré la medicina para mi hijo y luego fui a un cajero cercano. No pertenecía a mi banco, así que me cobrarían comisión por sacar efectivo pero, a estas alturas, tampoco me iba a morir por 5,40 €. Mientras esperaba el dinero, me quedé mirando a un gatito que se resguardaba de la lluvia debajo de un coche. Estaba sólo y, posiblemente, todavía era cachorro. Me enterneció mucho la carita con la que me miraba y pensé: "Pobrecito, por lo menos tu no tienes que hacer informes".

La tormenta ya no estaba tan cerca. Por lo visto habíamos tomado direcciones opuestas. Ya tenía el dinero, sólo me quedaba el huevo Kinder, así que, forzosamente, tenía que pasar por la gasolinera para comprarlo. Así lo hice. Como la mayoría de las madres en mis circunstancias, y en previsión de lo que pudiera ocurrir al día siguiente, no compré uno sino dos. Uno para hoy y otro para mañana. Imagino que el segundo huevo kinder, el de reserva, es el que mi subconsciente utilizó para acallar mi mala conciencia de madre.

Por fin llegué a casa, mi hijo ya estaba dormido. Tenía menos fiebre y había cenado algo. Estaba mejor, pero dormido. Me duche con agua bien caliente, me puse el pijama y me acosté a su lado. Le abrace contra mi pecho y al notar su cuerpecito tibio tan frágil, sentí que le había fallado y rompí a llorar mientras, como fotografías, venían a mi mente imagenes del día: La llamada de mi jefe, la vocecita de mi hijo, el frío en el coche, la cara del gatito sólo... El cansancio me rindió y me quedé dormida mientras lloraba.

El día amaneció claro y soleado y el niño ya no tenía fiebre. Le di el desayuno y el huevo Kinder antes de despedirme de él y decirle: "Pase lo que pase, te prometo que hoy vuelvo a casa temprano". El me miró con sus grandes ojos y se limitó a asentir con la cabeza. Le besé, cogí el bolso y salí de casa con el convencimiento de que no me había creído.

Después de superar un atasco y la cola de la gasolinera, llegué a la oficina. Recogí mi correo en recepción, me puse un café y me dirigí a mi despacho. Para llegar tenía que pasar primero por el de mi jefe, así que pensé comentarle algunos detalles del informe antes de nada pero, cuando entré en su despacho, mi jefe no estaba. No había llegado. El informe seguía encima de la mesa tal y como yo lo había dejado la noche antes. Miré a su secretaria con gesto de interrogación al tiempo que, con mi mano derecha, con la que sostenía el correo, señalaba la silla de mi jefe.

-No está. Hoy no viene. Esta en Madrid y no vuelve hasta el Lunes. -me dijo sonriendo-

-¿Qué esta dondeeee? -casi grité-

-En Madrid. ¿No lo sabías? Le saque los billetes el Martes. Pensé que te lo habría dicho.

Entré en mi despacho y lancé el correo y el bolso sobre mi mesa. Tenía un nudo en la garganta resultado de una mezcla entre tristeza, ira y remordiemientos. Me acerqué al ventanal mientras tomaba el café. "Sin duda -pensé- a partir de ahora, compraré los huevos kinder de uno en uno.  Nunca más tendré motivos para comprar dos".

martes, 10 de junio de 2008

La cajera del Hipermercado



Es sábado por la noche y sólo queda media hora para que el hipermercado cierre las puertas. La gente camina con rapidez mientras termina de llenar sus carritos. Algunos corren en dirección a la entrada para comprar algo de última hora antes de que el vigilante de turno les corte el paso diciendo: "Ya está cerrado".

Creo que ya lo tengo todo. Miro mi lista y, efectivamente, está todo. Me dirijo hacia una de las cajas empujando un carro bastante lleno que, como todos los carros, se tuerce hacia un lado mientras avanza. Mi hijo pequeño, de treinta meses, va en ese asiento especial para niños, de no más de 15 kg., en el que la mayoría de madres sientan a sus hijos, aunque pesen 18 kg., para evitar que el pequeño corra como un poseso entre la gente, de un lineal a otro, tirando todo lo que pilla a su paso. Al fin y al cabo, hay que tener mala suerte para que venga el de seguridad y te pese al niño. Pues bien, mi hijo, desde el asiento, se dedica a meter su manita en el carro y sacar todo lo que puede para manipularlo de esa manera que tienen los niños de hacerlo, clavando sus deditos en las tapaderas de los yogures y apretando los paquetes de bizcochitos hasta convertirlos en migas.

Yo sigo empujando el carro, diciendo al pequeño "no, no se toca" y buscando a mi otro hijo de cinco años, que viene arrastrándose por el suelo desde la sección de charcutería, mientras juega a un juego imaginario de artes marciales. Miro su ropa y pienso: "Es que no te enteras, los pantalones claros para los niños como el tuyo, se tienen porque alguien se los regala y tu los cuelgas en el armario esperando una ocasión para ponérselos que al final nunca debe llegar". Pero yo se los pongo y luego pienso:  Este niño está hecho un asco.

Cuando llego a la caja, la cola es de seis personas, todas con sus correspondientes carros hasta los topes. Mientras espero, voy mirando de soslayo lo que hay en cada uno. El primero lleva bastantes botellas de refresco, cerveza y un saquito de carbón. Está claro que tendrá una barbacoa, pero lo importante es que son pocas cosas, o sea que pasará pronto por caja. Los otros cinco carros van colmaditos y llevan de todo un poco. Los típicos de familias con adolescentes en casa (pizzas, salchichas, refresco, yogur para beber...).

Miro a un lado y a otro para ver si descubro alguna caja con menos personas y mira por donde, veo una con tres. Mejor no me muevo de aquí -pienso- recordando que, siempre que lo hago, tardo más, porque me toca la pobre cajera novata en una caja con un lector electrónico que casi nunca lee los códigos de barra, asi que tiene que teclearlos para que, al final, resulten desconocidos para el ordenador, que le contesta desde esa pantallita negra con letras verdes : "código erróneo o desconocido". Entonces, la chica, mientras se gira para darme la espalda, acaba llamando a Caja Central para decirme luego con cara de circunstancias: "No se preocupe, ya he llamado a mi compañera para que mire el precio", y yo le digo: "muy bien gracias", mientras pienso: "por favor que aparezca pronto la de los patines".

Mi hijo, en una de sus carreras desesperadas, sufre un serio derrape que le conduce directamente al lineal de los artículos para mascotas: "lo siento mami, no era mi intención", me dice mientras le veo sentado en el suelo rodeado de gateras, colchoncitos para perros, collares, bozales, huesos y muñecos de goma para cachorros. Yo cierro los ojos y tomo aire. Cuando vuelvo a abrirlos, todo el mundo que nos rodea está mirando el desastre. Algunos sonríen, otros seguro piensan: "Ahora que lo recoja la madre". Y claro que lo recoge la madre, con el niño, pero lo recoge la madre.

Vuelvo al carro. El pequeño, que se ha encontrado al fin libre, acaba de dejar el paquete de pan de molde como si le hubiera pasado una apisonadora por encima. Le miro, y pienso que debería cambiar el paquete de pan por otro, pero, quien se mueve ahora de aquí si ya sólo me quedan dos  delante y tengo cuatro detrás. "¡Nada!. Cuando llegue a la caja suelto el pan y ya lo compraré el lunes".

Los niños quieren agua, y como es normal, cuando necesitas algo, está en el fondo del carro. Además, el agua en paquetes de seis, así que comienzo la misión "En busca del agua perdida". Consigo una botella y por fin los niños beben, con el consiguiente golpe de tos del pequeño que acaba espurreando el agua. ¿Dónde? encima de mamá, que para eso están las madres, porque.. ¿Qué sería de una madre, sin manchas en la ropa, sin muñecos en el bolso, sin pisotones en los zapatos o sin carreras en las medias?. Nada, no sería nada. Las cosas como son, a mi, el hecho de que mi hijo me mojara la ropa me hizo sentirme realizada como madre.¡Ja!

Son la diez de la noche, los niños tienen hambre y pienso que cuando llegue a casa les tengo que preparar la cena. Hoy les prometí croquetas. Madre mía tengo por delante, cargar y descargar la compra, baño de niños y croquetas. ¡Que cómodo todo! Por fin nos toca, la cajera comienza a pasar los artículos con una rapidez de vértigo,  yo se lo agradezco en el alma. Guardo todo en las bolsas y le doy la tarjeta de crédito para el pago. La pasa por el datafono y ¡Atención! la rechaza. No puede ser, no me puede pasar esto ahora, "por favor pásela de nuevo" - le digo -. Y lo hace, pero, error de lectura. "Debe tener algún problema con la banda magnética ¿No tiene otra tarjeta?"- me pregunta -. "Pues, no en este momento."-le contesto- Ella me devuelve la tarjeta y me dice: "al fondo de la galería tiene un cajero automático, puede que allí funcione, este datafono es nuevo y es muy sensible". ¡Pues mira que bien! -pienso yo- veinticuatro cajas con sus veinticuatro datafonos, y me toca a mi el más "delicado".

Cojo a mis niños, como una madre coraje, y cruzo la galería entera en busca del cajero automático, intento la operación y ...¡Alavado sea el Señor!, este es menos sensible y me da el dinero. Me giro, con el pequeño en brazos, para volver a la caja, y veo a mi hijo mayor subido en una moto de esas que les echas un euro y se mueven durante veinte segundos, siempre y cuando estén enchufadas y el del bar no haya usado el enchufe para la vitrina de los helados y te diga: "está averiada". En este caso, desgraciadamente, estaba enchufada. "Mami, mami me prometiste que me subirías a uno de estos, me gusta esta moto. Porfi, porfi mami".. ¿Y que podía hacer yo? Le di el euro y pensé: Total por medio minuto ¿que más da?

Volví a la caja, sacando las últimas fuerzas que me quedaban, y le pagué a la cajera. Coloqué nuevamente al niño en el asiento del carro. El dolor de espalda me estaba matando. Mientras esperaba la vuelta y el ticket de compra mi hijo me preguntó: "Mami ¿Qué vamos a cenar, croquetas?". "No, pizza".- le dije-. El me miró y comenzó a decir: "¡oh mami! tu dijiste cro...". Le miré con cara de madre perversa y me dijo: "Mami ¿Con mucho queso?" "Con muchísimo" - le contesté.

La cajera, por fin me dio el ticket y la vuelta mientras me decía: "Tenga, un vale para los columpios voladores que hay en el aparcamiento, son dos viajes y hoy es el último día". "¡Bien, bien mami me quiero montar porfi!". -gritaba mi hijo-. Yo, que no daba crédito a lo que estaba ocurriendo, le dije ya sin fuerzas y con la más absoluta resignación: "Esta bien". En el fondo pensaba: Dios mio, si se marea y vomita, que sea encima de esta cajera, porfi porfi.

viernes, 6 de junio de 2008

Recuerdos


Pepe ha vuelto del colegio pidiendo su merienda:
-¡Mamá, mamá quiero merendar!¡Quiero Chocolate con churros! -me decía mientras daba esos saltitos que sólo los niños saben dar.

-¿No me das un beso? -le pregunté.

-Claro mami -me dijo mientras subía sus bracitos abriendo y cerrando las manos para que me acercara a su altura.

-Deja la mochila en tu habitación ¡Y lavate las manos mientras te preparo la merienda! -le dije, alzando el tono de voz a medida que avanzaba mi frase y el se alejaba corriendo por el pasillo.

-¡Vale mami!

Me dirigí hacia el frigorífico para sacar la leche y, de pronto, me encontré con aquel trozo de queso parmegiano. Hacía una mes, mi amiga Denisse, me había enviado desde Regio Emilia un paquete con algunas de mis "delicias" favoritas, entre ellas, queso parmegiano. Lo había visto infinidad de veces durante todo el mes, practicamente cada vez que habría el frigorífico, sin embargo, en esa ocasión, su imagen me hizo recordar lugares y situaciones que había vivido en Italia y que nunca antes había recordado de esta manera.

***

Mi habitación estaba en el tercer piso de un hotelito situado en el número 16 de la calle Filipo Turati, cerca del Coliseo y de la Via Cavour. Era un edificio del siglo XIX, al que habían "lavado la cara" más por dentro que por fuera. El primer día estuve buscando el ascensor durante un buen rato. Allí, de pie en el centro del vestíbulo que desprendía un olor a humedad y a historia, mientras daba una y otra vuelta girando sobre mi misma, pensaba: "Tranquila, controla, que tu eres medio italiana. Bajarás los tres escalones de medio metro de altura cada uno, arrastrarás tu maletón hasta la recepción, y le dirás al amable señor que estaba allí y que te ha dado las llaves, que te vuelva a indicar donde está el ascensor, además, lo harás todo con la satisfacción que te produce el estar de nuevo en Roma". Pensado y hecho. Dejé la maleta en un rincón del vestíbulo para no cargar con ella y me dirigí a la entrada del edificio:

-Per favore, ¿Potrebbe indicarmi dove si trova l'ascensore?.

El hombrecito pelirojo y pecoso de piel casi transparente que parecía ser el "jefe" del lugar (junto a él había un muchacho clasificando correo, que parecía ser de rango inferior), levantó ambos brazos y comenzó a reírse mientras decía:

-¡Santa Madonna! Mi scusi ragazza. ¡Andiamo, andiamo!

Caminaba rápido, con la cabeza ladeada, de manera que su cara quedaba casi pegada a su hombro. Yo le seguía mientras le escuchaba decir.

-¡Ay, ay, ay, Santa Madonna!

Llegamos de nuevo al vestíbulo, cogió mi maleta y la levanto como si fuera una pluma. Se dirigió hacia una puerta de madera de no más de 80 cm de anchura. La abrió y....¡Santa Madonna!. Pero esta vez lo dije yo. Aquello si que era sacarle partido a un "boquetillo" que, posiblemente, antaño fue el hueco por el que el servicio hacía caer la ropa sucia. Lo primero que pense fue que no habría sitio para la maleta y para mi al mismo tiempo, y así se lo hice saber al hombrecito, pero él apretó sus labios y los junto en forma de pico de pato mientras asentía de manera contundente con su cabeza diciendo:

-Certissimo.

Me fije en sus mínimos ojos, de un azul intenso y tan cerca uno del otro que daba la sensación de bizquera, sonreí y pensé: "si, seguro que si".

Tras la puertecita de madera había otra a modo de reja corredera, como las que siempre había visto en los ascensores de las películas americanas de los años 30. La empujó hacia un lado, colocó la maleta y me hizo un gesto con la mano invitándome a entrar en lo que posteriormente y de forma cariñosa opte por llamar "la cajita". El interior estaba tapizado de un tela adamascada de color rojo oscuro y en uno de los lados había un espejo muy estropeado que devolvía la imagen con un tono ámbar. El hombrecito cerro la "reja-puerta" y me brindó un gesto de despedida inclinando la cabeza dos veces seguidas, de una manera un poco oriental.

-¡Ciao! -me dijo.

-Ciao" -le contesté.

Pulsé el botón del ascensor en el que se adivinaba un tres desgastado y sucio. Aquello me recordó el primer televisor que tuvimos en casa, un Telefunken en blanco y negro con ocho botones de los que, como todos los españoles, sólo usábamos dos, que lógicamente, se veían muy ajados al comparalos con los otros seis.

El ascensor comenzó a subir y al final se detuvo en la tercera planta. Como pude, abrí las dos puertas y arrastré mi maleta hacia fuera. Respiré profundamente y me sentí aliviada al comprobar que el pasillo, en forma de "T", no tenía mal aspecto. Estaba pintado de color malva, con apliques de cristal blanco distribuidos por la pared que proporcionaban una luz indirecta bastante agradable. El suelo parecía el de los orígenes del edificio, de pequeñas losas con dibujos en tonos morados y ocres que me recordaban a los motivos de las túnicas de los carnavales venecianos.

Por fin llegué a mi habitación, la 304, no muy lejos del ascensor. Me gustaba el número porque la suma de sus cifras era 7 y junto con el 9 son mis números favoritos. Todos los contecimientos de mi vida, buenos y malos, han estado marcados por estos dos números, así que presentí que aquel viaje no sería uno más. Entré en la habitación, estaba un poco oscura, así que me acerque a una de las ventanas y la abrí para llegar hasta la contraventana de madera que no dejaba entrar suficiente luz. No estaba cerrada del todo, así que nada más empujarla un poco se abrió para dejar paso a la luz dorada de un atardecer romano, que podría volver a ver en cualquier momento de mi vida sólo con cerrar los ojos. Me dí la vuelta y observe la habitación. Era amplia, bien distribuida. La cama estaba situada en el espacio que quedaba libre entre las dos ventanas, el cabezal era de madera de pino con forma de abanico, con unos relieves formando ramas trenzadas en su contorno. A un lado de la cama una mesita de noche con una gran lampara, un teléfono y un cenicero con una cajita de cerillas; al otro lado un banco rectangular ocupaba todo el espacio que quedaba bajo la ventana. En uno de los laterales, empotrado en la pared, un gran armario con las puertas correderas de espejo, y en el otro lateral, unos cuadros con fotos del Foro de Roma y la puerta de un cuarto de baño sencillo, pero cómodo y agradable. Al fondo una gran butaca y un escritorio con una silla, completaban todo el mobiliario. Volví a la ventana, los comercios cerraban sus puertas, y en la trattoria que había en la esquina de la calle, un hombre serio y robusto de unos sesenta años, colocaba manteles de cuadros azules y blancos en las mesas dispuestas sobre una tarima de madera que, a modo de pequeña terraza, un joven camarero rodeaba de plantas que iba sacando del interior del establecimiento. Una muchacha colocaba en cada mesa velas y frascas de cristal con lo que parecía ser vino de la casa, otro joven moreno recogía su pelo en la nuca con una cinta, mientras el hombre robusto le acercaba una guitarra.

Decidí deshacer el equipaje y darme una ducha. Pensé descansar un rato, pero inmediatamente cambié de opinión; Sabía que si lo hacía, estaba tan cansada que me quedaría dormida hasta el día siguiente, y no quería pasar durmiendo mi primera noche en Roma. Tampoco me apetecía llamar a nadie, eran las nueve de la noche, un poco tarde para los italianos, así que salí a la calle y dí una vuelta a la manzana: La estación de ferrocarril de Termini, Santa Maria Maggiore, Plaza Vittorio.... Ya estaba en la puerta del hotel, cuando me di cuenta que no había comido nada desde mediodía, lo más cercano era la trattoria que había visto desde la ventana, así que cruce la calle y me senté en una de las mesitas de la terraza. La chica que había visto colocando las velas por la tarde se acercó y me dijo:

-Buona notte -mientras sonreía al tiempo que sacaba del bolsillo de su delantal una pequeña libreta y un rotulador verde.

-Buona notte -le contesté- mi porti una pizza margarita picola per piaccere?

-Subitto -me contesto sonriendo.

Mientras la joven se alejaba, tome la frasca de vino que había en la mesa y me serví un vaso. Estaba tan cansada que tenía la sensación de estar viviendo algo irreal, como un sueño, cuando de repente sono una guitarra y el chico de pelo largo que había visto desde mi habitación comenzó a cantar algo que a mi me pareció una tarantella. La gente que había en las mesas, ya no demasiada por la hora que era, comenzó a dar palmas al ritmo de la música mientras el muchacho pasaba entre las mesas cantando y sonriendo. Cuando se acercó a mi lado me sentí turbada, el me miraba fijamente mientras sonreía y yo, de soslayo, miraba aquellos dientes tan blancos que daban luz. No sabía que me estaba pasando, no era capaz de reaccionar y eso era muy raro en mi.

El joven italiano terminó su canción y se inclinó haciéndome una reverencia. Un grupo de chicos y chicas que había en una mesa próxima comenzaron a reír y tocar palmas gritándole: ¡Bravo! ¡Bravissimo! . El sonreía mientras guardaba su gitarra sin dejar de mirarme.

Dos chicos en una vespa pararon para comprar tabaco en la maquina expendedora que había en la trattoria, mientras les observaba, vi como la camarera se acercaba al tiempo que, el chico de la guitarra, la interceptaba y le decía algo. La chica le dio el plato que traía y él se dirigió nuevamente hacía mi mientras yo pensaba: "Ese pizza es la mia". Depositó mi cena en la mesa con la misma delicadeza con la que unos minutos antes había guardado su guitarra, me miro y me dijo:

-Buon appetito.

Yo sonreí y le dije:

-Gracias.¡Que bien huele!

Entonces, él me guiñó un ojo y me preguntó casi en un susurro:

-¿Il Parmegiano?

***

El timbre sonó y Pepe corrió para abrir la puerta.

-¡Hola Pápa!

-Hola bambino. ¿Come stai?

sábado, 31 de mayo de 2008

La Tartana

Woman Painting Designs on Her House, Tonk Region, Rajasthan State, India Láminas por Bruno Morandi










"Cuando la vida te presente razones para llorar, demuéstrale que tienes mil y una razones para reír".