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sábado, 18 de octubre de 2008

TODA LA VIDA ES CINE

Cinema Pósters por Conrad Knutsen


Si alguien le hubiera dicho a Nuria en que clase de insípido bebedizo se convertiría su vida, jamás lLos puentes de Madissono hubiera creído. Ella que amaba la literatura, la pintura y la música;  ella que era la más culta de su entorno, la más creativa, la más sensible, ahora se pasaba la vida cocinando, limpiando e intentando llegar a fin de mes comprando mucho por poco. Había pasado de ser Barbara Streisand en Yentl a ser una heroína domestica… domesticada.

Nunca supo muy bien como había llegado a esta situación. Se enamoró, o eso pensaba, de aquel chico jovial y divertido que la hacía reír y conseguía sacarla de la rigidez en la que vivía, de aquella sobriedad a la que su entorno la había empujado. Cambió su forma de divertirse, hizo por primera vez cosas que jamás había hecho, cometió pequeñas locuras y además se alegró de hacerlo. Disfrutó de la luz del sol, de la noche, y de las fiestas hasta la madrugada. Bailó y bailó hasta el amanecer en garitos en los que jamás hubiera pensado entrar. Por todo ello fue feliz y, con la oposición absoluta de toda su familia, decidió unir su vida a la de aquel muchacho, Rafael.

Los dos primeros años fueron felices. Pasión, libertad, fiestas, diversión… Compartían alegría y risas, amigos y confidencias, cine y deporte. Al poco tiempo llegó su primer hijo, su hijo más deseado, más esperado y más buscado. Poco después, no por eso menos queridos, el segundo y el tercero. Nuria nunca supo en que momento, en que lugar, en que instante de su vida en común se rompió ese hilo transparente que une a dos personas y las hace cómplices de vivir. Quizá cada uno tomó inconscientemente un camino distinto. Tal vez Nuria se convirtió en MADRE y Rafael siguió siendo un gran gigoló de la vida. Tal vez no es verdad que exista la fuerza del cariño y sin embargo si descubrieron el poder de la rutina.

Nuria, a pesar de haber sido independiente y haberse sentido individuo durante la mayor parte de su existencia, a pesar de haber buscado en tantas ocasiones de su vida la soledad para disfrutarla, ahora se sentía sola de verdad. Sola en solitud, sola sin querer estarlo, sola en ese abandono ignorante y generoso del que es capaz de dar aquello que él mismo necesita.

Posiblemente se dio cuenta aquel sábado por la tarde, mientras Rafael conducía hacía el hipermercado para hacer la compra semanal y los niños gritaban en el asiento trasero. Nuria intentaba desprenderse de aquello que tanto la inquietaba, de aquel sentimiento que la angustiaba y le hacía sentir la necesidad de que alguien le tomara la mano y le dijera: “No te preocupes, no tiene importancia. Veras como salimos de todo esto”. Pero nada de eso encontró. Por el contrario, Rafael, oyéndola hablar pero sin escuchar en ningún momento lo que Nuria le contaba, le contestó de repente: “Escucha esta canción, seguro que te suena, esta la has cantado alguna vez seguro. ¡Es buenísima!... Y mil gaviotas sonreirán, sonreirán, na na na.

Nuria ni siquiera se molestó, ni siquiera contestó. Mientas escuchaba llover, le miró largamente y pensó: “ ¿Quién es este hombre que conduce mientras canta e ignora esta amargura que está acabando conmigo y que, se supone, debería afectarle igual que a mi?”. Cerró los ojos y recordó una de sus películas favoritas: Otoño en Nueva York. Hubiera preferido mil veces vivir la corta vida de la protagonista, que una larga en sus circunstancias. Su padre siempre le dijo: “Procura la autenticidad en todo aquello que hagas“. Pero ella no se atrevía a ponerlo en práctica. Demasiadas complicaciones, demasiado cansancio, demasiada incomprensión por parte de algunos amigos y miembros de la familia, que a menudo le decían:  "Has tenidos mucha suerte con tu marido. Como está hoy la vida con tanto maltratador y tanto loco suelto, al menos él es muy buena persona".

¿Acaso es digna de admiración la persona que no maltrata a otra? –Pensó Nuria- ¿En que mundo vivimos? ¿Es que debe una mujer sentirse dichosa por el mero hecho de que su marido no la muela a golpes?. Tenemos tanta tendencia a convertir las tragedias diarias en algo cotidiano, que acabamos pensado que la maldad es la regla y lo correcto la excepción.

Un frenazo brusco la hizo salir de su mundo y darse cuenta que Rafael había cambiado la música por el futbol. Un locutor hablaba a la velocidad de un rayo, como solo lo saben hacer los comentaristas de deportes. Gritaba con desesperación mientras intentaba explicar que uno de los equipos acaba de perder una ocasión definitiva de gol. “Que tragedia” –pensó Nuria con ironía mientras, con amargura, esbozaba media sonrisa-.

Seguía lloviendo. Nuria sintió frio, se abrochó los botones de la chaqueta y cruzó los brazos a la altura del estomago mientras seguía, con mirada aburrida, el recorrido de una gota de agua sobre el cristal empañado de la ventanilla. Recordó los cristales llenos de vaho del carruaje en el que, los protagonistas de Titanic,+ hacían el amor en la bodega del trasatlántico.

La gente en la calle comenzaba a correr. Anochecía de esa manera triste y melancólica que el otoño tiene de anochecer. Al fondo de la calle, bajo un soportal, una mujer con un bebe en un cochecito intentaba resguardarse de la lluvia. Las luces de los coches y los neones de los establecimientos brillaban bajo el agua. Sin saber porque, Nuria pensó en la Navidad. La tristeza la asaltó y pensó en sus hijos, en los regalos de reyes, y en las personas que tanto amaba y que se habían ido para siempre. ¡Como les echaba de menos!. Sintió ganas de llorar pero consiguió dominar las lágrimas, estaba acostumbrada a ello. Como Scarlatta O’hara.

El sonido monótono del limpiaparabrisas la invitaba a cerrar los ojos. Pensó en el dinero que tenía y en lo que podría comprar con el. Eran muchos en casa y muy poco presupuesto. Cada semana hacía autenticas filigranas para que el dinero le alcanzara y poder comprar algo de jamón envasado, de 2,30 euros el paquete, y “tronkitos de AlasKa” con sabor a cangrejo, que era lo más parecido a marisco que solían comer sus niños.

Un hombre alto, de unos cincuenta años, cruzó la calle con paso lento y elegante. Parecía no importarle la lluvia. Es más, por su caminar altivo y su forma de andar se podría pensar que disfrutaba sintiendo las gotas de agua sobre su rostro. De pronto recordó la imagen de aquel actor de televisión que tanto le gustaba. No era el prototipo de hombre guapo que tiene a la mitad de las mujeres del país enamoradas. A decir verdad, cuando Nuria comentaba que le parecía muy atractivo, todas sus amigas decían asombradas:

-¿Estás loca?. ¡Pero hija si no vale nada!. Además casi podría ser tu padre .

-Pero no lo es y a mi me parece muy especial. Desprende mucha ternura. Es diferente. –Contestaba Nuria, mientras imaginaba como sería sentirse abrazada por aquel hombre. Sentirse Meryl Strepp en Los Puentes de Madison-

En ese momento Rafael estacionaba el coche en el aparcamiento. Había parado de llover.

“¡Ay! –pensó Nuria mientras colocaba una moneda de euro en la ranura del carrito del hipermercado- ¡Si al menos pudiera conocer a Joe Black!”. Sería capaz de hacer un pacto con el mismísimo diablo a cambio de un poco de ilusión, de un resquicio de esperanza, de un punto de luz al que llegar. A cambio de sentir, solo por un instante, el temblor de la propia piel al rozar la piel del otro..