Visitas

miércoles, 26 de noviembre de 2008

VIERNES DE DOLORES

Morgensonne, c.1952 Pósters por Edward Hopper

Dolores se despertó aquella mañana con la impresión de que alguien le había dado una paliza. Miró a su derecha y comprobó que su hijo pequeño estaba allí, dormido plácidamente. “Bien –pensó- entonces no ha sido una impresión. Alguien me ha dado una paliza de verdad. Menos mal que mañana es sábado y podré levantarme un poco más tarde”.Se levantó, fue al cuarto de baño y abrió el grifo de la ducha mientras, entre bostezo y bostezo, recordaba su vida de soltera. Por las mañanas su madre la despertaba diciéndole: “Dolores, hija, levántate que tienes el desayuno en la mesa y se enfría”. Ella se levantaba, desayunaba y se pasaba media hora delante del armario decidiendo que ponerse antes de ir a trabajar a la zapatería. Era una chica muy guapa. Todos los chicos del barrio querían salir con ella pero a ninguno hacía el menor caso. Quería ser poetisa, aprender inglés y viajar por todo el mundo. Su padre le decía: “Niña, no quieras comerte el mundo que el mundo no se deja comer. Demasiado bocado para una boca tan chica. Confórmate con encontrar un buen hombre y formar tu propia familia.  Eso de escribir es para los que no les gusta trabajar. De eso no come nadie”. Por eso, a fuerza de tanto consejo, acabó creyendo que su sueño no era más que eso…un sueño. Una ilusión que se desvaneció completamente cuando conoció a Fernando, un amigo de su primo Alfonso, que trabajaba como dependiente en unos grandes almacenes y que le prometió que la tendría como a una reina el día que se casaron.

Terminó de ducharse, se cepillo el pelo y se puso un poco de crema hidratante en la cara. Era barata, de la marca blanca del supermercado. Lo que alcanzaba con el presupuesto mensual. Lo justo para mantener la poca autoestima que las circunstancias le habían permitido conservar. Preparó el desayuno, vistió y peinó al pequeño, y salió en dirección al colegio recogiendo de paso a los niños de la vecina. “No te preocupes mujer. –Le había dicho al comienzo del curso- Si de todas formas están en el mismo colegio no me cuesta trabajo llevarlos. Así tu estás menos apurada para llegar al trabajo”. A la vuelta del colegio paró en el mercado para hacer la compra. “Poca cosa –pensó mientras entraba- tengo casi de todo en casa. Algo de fruta y poco más. Hoy pondré unas lentejas”. Como es normal en muchas amas de casa, cuando entran en el mercado para poca cosa salen sin dinero y con cinco o seis bolsas. Claro que la culpa la tiene el frutero, que como quien no quiere la cosa, te va colocando un kilito de esto, un kilito de lo otro y al final pasa lo que pasa.

Como pudo, llegó hasta el coche intentando repartir el peso en dos partes iguales. Tres bolsas para cada mano. “Mira, si meto tripa y controlo la respiración me hago idea que estoy haciendo pilates”. –Pensó intentando sacar la parte buena de la experiencia-. Pero la felicidad siempre es breve, muy breve, y la de Dolores se limitó a acompañarla solo hasta el preciso instante en el que apareció el picor de nariz. “¿Y ahora qué?. Bueno si me relajo seguro que desaparece.” –pensó- Pero de eso nada. El picor no daba tregua y la pobre Dolores, después de hacer tantos mohines como un conejo y acordarse del frutero, de la madre del frutero y de las cualidades de la fruta, acabó soltando las bolsas en el suelo y restregándose la nariz con la palma de la mano de forma compulsiva. “Ala, a la leche el pilates”. –se dijo-. Por fin llegó a casa; Guardó la compra y se dispuso a comenzar las tareas domesticas. Abrió las ventanas, sacudió las alfombras, destapó su cama, las de los niños…”Lo que me faltaba. Por eso se vino a mi cama". -dijo- mientras comprobaba que el pequeño había tenido una fuga nocturna de pipí. Después de cambiar las sabanas, hacer la colada y pasar la aspiradora, se dirigió a la cocina para preparar la comida. Abrió la puerta de uno de los muebles y empezó a buscar. “Olla rápida, olla rápida…aquí estas, creo, -dijo mientras tiraba del mango de una olla. “¿Eres la olla rápida?. Si. Entonces eres mi olla.  Colocó todo los ingredientes en la olla, la cerró y graduó la presión. “Quince minutos y listo” –Dijo mientras programaba el tiempo en la vitro “touch control” que le había regalado su marido las pasadas Navidades-.”Esto ya está -continuó hablando sola- Ahora mientras se hacen sacaré la ropa de la secadora y luego iré a recoger a los niños al colegio”. 

Dicho y hecho, recogió a los niños (en esta ocasión solo a los suyo porque los de la vecina se quedaban en el comedor del Colegio) y volvió a casa no sin antes pasar por la panadería y por el supermercado par comprar unas latas de cerveza para su marido. Era viernes y por la noche había partido especial. Fernando se lo había encargado con mucho interés: “No te olvides de comprarme las cervezas. Y no me traigas una de esas baratas de marcas raras que no hay quien se las beba. Después de harto de trabajar que menos que una buena cervecita viendo un partido”. 

Los niños empezaron a protestar en el instante en que vieron la olla rápida sobre la vitro:

-Mamá ¿Qué has hecho para comer? –dijo Marta, la mayor, que estaba en plena ebullición quinceañera.

-Lentejas, que son muy sanas y tienen mucho hierro. –Contestó Dolores.

-Jopé mamá. ¿Por qué no has hecho macarrones?. –Protestó Marta

-Ni macarrones ni macarronas. Lentejas y se acabó. Y no quiero ver ni una en el plato, así que ¡Ala, a comer! -Contestó Dolores tajante.

Después de comer, fregar y ordenar la cocina, llevó a Marta a clases de tenis y a Fernandito, el pequeño, a clases de inglés. Recogió ropa en la tintorería, pasó por el dentista para que revisara los correctores dentales de la niña y entró en una tienda de “artículos económicos” para comprar una alfombrilla de ducha. Menudo susto se había llevado el día antes cuando Fernandito se resbaló y se dobló el brazo al caer:

-Mira que te lo digo, que cualquier día te vas a matar con tanto jugar en la ducha, pues nada, ni caso. El día que te mates dirás, que razón tenía mi madre. -Le decía al niño mientras lo zarandeaba nerviosa de un lado a otro.

-Mamá, tu lo flipas, el día que se mate este no dice ni pio” –le decía Marta riendo.

-Pues también es verdad hija. Es que este niño le pone los nervios a una que ya no sabe ni lo que dice”-contestó evitando sonreír.

Eran las ocho de la tarde cuando llegó a casa. Mientras los niños se duchaban doblo un cesto de ropa limpia y la colocó para plancharla. Preparó la cena de los niños, dejó colgado el uniforme del pequeño para el día siguiente y repaso dos botones de una camisa de Marta. Se disponía a planchar cuando llegó Fernando:

-Hola familia ¿Qué tal? Ya estoy en casa.

-Hola papá –contestaron los niños sin mucha efusividad.

He preparado tortilla de patatas. ¿Te pongo algo para picar? –Preguntó Dolores.

Si. Pero quiero silencio sepulcral que ya empieza el partido. Venga estos a la cama que ya es hora. Un beso y a dormir que mañana hay que madrugar y luego vais medio dormidos al colegio. –dijo Fernando mientras se ponía las zapatillas y se sentaba en el sofá al tiempo que dejaba los zapatos en una esquina para que los recogiera Dolores.

-Papa, mañana es sábado y no hay cole –dijo Fernandito.

-Me da igual. Os vais a la cama y a descansar. Lee un cuento hasta que te duermas. -ordenó Fernando- Y tu Marta, déjate de ordenador hasta las tantas ¿Eh?

Dolores le preparó la cena en una bandeja y se la llevó al salón donde tenían un televisor de pantalla plana de 32 pulgadas, que solían ver los niños por la tarde y Fernando por la noche. Ella se acostumbró a ver uno portátil que tenían en la cocina, porque así, mientras tanto, podía ir haciendo algunas cosillas.

Mientras Fernando veía el partido, ella aprovechó para planchar algunas camisas y pantalones. En el descanso se acercó al salón y le comentó a su marido que el dentista había dicho que el mes que vienen le cambiaría el corrector dental a Marta y que Fernandito quería dejar de dar clases de inglés para empezar con balonmano.

-¡Mira, pues a lo mejor me matriculo yo en las clases de ingles!. –Le dijo con cierta rapidez.

-¿Tu en inglés? ¿Qué mosca te ha picado? -Pregunto su marido.

-Quiero aprender. ¿Que tiene de malo? A mi siempre me ha gustado aprender. Cuando éramos novios escribía poesías y mis amigas me decían que no lo hacía mal. –le dijo un poco enfada.

-Ya, ya. Pero eso era antes. Ahora ya se te ha pasado la edad. –le dijo Fernando con ironía.

-Yo creo que nunca es tarde. Algo tengo que hacer. Igual me convierto en poetisa. A lo mejor un día te sorprendo y me hago famosa publicando un libro.- Dijo Dolores intentando mostrar su dignidad.

-Si, poesías de barrio. -dijo Fernando soltando una gran carcajada- Bueno, ahora déjame que ya empieza el partido. Como se nota que estas todo el día aquí aburrida.

 Dolores volvió a la cocina y se sentó para tomarse un yogurt mientras se decía a si misma en voz baja: “Mañana haré macarrones. Tengo que arreglar el pomo de esa puerta como sea, si no tendré que llamar al carpintero. Antes de acostarme voy a poner una lavadora de ropa blanca.

-Dolores ¿Estas hablando sola? -Preguntó Fernando desde el salón- Estas cada vez peor.

Dolores no contestó. Se sintió un poco ridícula, avergonzada. Miró el televisor. Emitían un documental sobre Cuba en el que cantaba Pablo Milanés. “Que bonita canción -pensó-. Si al menos mis padres me hubieran llamado Yolanda en vez de Dolores, siempre me habría quedado el consuelo de imaginar que este hombre escribió esa canción para mi. Pero claro, en aquella época no se ponían esos nombres a las niñas, y menos en mi casa. Mira que llamarme Dolores. Que nombre más desagradable. Mejor dejaré lo del inglés. La verdad es que no me hace falta y voy a gastar dinero para nada. Además, es lo que dice Fernando, al fin y al cabo, una es de barrio”.

Se levantó, apagó el televisor y se dirigió al lavadero. Metió ropa en la lavadora y conectó un pequeño transistor que tenía sobre una repisa. Sonaba la banda sonora de la película Titanic. Mientras cogía la botella de detergente Fernando la llamó:

-Dolores, es tarde. ¿Nos vamos a la cama?

En ese momento, sin poderlo evitar, sus ojos se llenaron de lágrimas mientras contestaba con tristeza:
-Si. Ya voy Fernando…ya voy.




 .

jueves, 13 de noviembre de 2008

VIAJAR AL PASADO




La lluvia caía suavemente sobre el cristal de la ventana del salón. El reloj de la entrada ofrecía su tic tac como única alternativa sonora al chisporroteo de la leña que ardía en la chimenea, envolviendo la estancia en una luz naranja y agradable que invitaba a cerrar los ojos y dejarse llevar por la paz del lugar.

Clara se sentó en la vieja butaca del abuelo y extendió los brazos acercando sus manos al fuego. A pesar de todo, era agradable estar allí después de tantos años. Allí había pasado su infancia desde que sus padres murieron. Cada noche, después de cenar, la abuela se sentaba en la mecedora para hacer ganchillo mientras el abuelo encendía su pipa y, sentado en su vieja butaca, comenzaba a relatar viejas leyendas del lugar. La mayoría de ellas inventadas por él.

Ella y su hermano se acomodaban en la alfombra, y esperaban ansiosos escuchar la historia de esa noche para experimentar la sensación de miedo contenido que tanto les atraía. A menudo, le resultaba casi imposible irse a doemir sin sufrir autentico terror mientras subía las escaleras hacía su dormitorio. Cuando conseguía llegar hasta su cama, tapada con aquellas pesadas mantas con olor a alcanfor, Clara se prometía a si misma que no volvería a escuchar aquellas historias, pero a la noche siguiente, casi antes de que el abuelo hubiera llenado su pipa, Clara y su hermano Pablo, se arrodillaban delante del bueno de Gregorio reclamándole alguno de sus terroríficos relatos.

Todavía seguía allí el atizador y el punzón para mover la leña. Los recordaba de toda la vida, igual que el jarrón de porcelana de la mesa de la esquina donde la abuela solía colocar el cesto de sus labores. Justo al lado, una preciosa cajita de música con olor a canela que el abuelo le había traído del sur de Francia cuando, siendo casi un chiquillo, fue con su hermano mayor a ver una corrida de toros a Nimes. La abuela solía decir “A qué eso de irse tan lejos este hombre a ver los toros. Como si aquí no hubiera buenas plazas”. La abuela Irene protestaba casi por todo. A Clara le gustaba anticiparse a los comentarios de la abuela y solía hacer apuestas con su hermano:

-Apuesto un duro a que cuando la abuela pase por el vestíbulo protestará porque el abuelo ha dejado la caja de las verduras en la silla de la entrada. –Decía Clara.

-Yo apuesto el mismo duro a que primero protesta porque Matilde todavía no ha ido al gallinero a recoger los huevos. –Decía Pablo.

- Hecho. Pero si pierdes pagas. Luego no me vengas con cuentos. –Advertía Clara a su hermano.

- Vale, vale. –Decía Pablo con cierta resignación.

Se quedó mirando la mecedora de la abuela y de pronto recordó aquella tarde en la que encontraron a Moro. Hacía mucho frio, habían salido con el abuelo a recoger algo de leña y algunas piñas cuando escucharon los quejidos de un animal. Se acercaron a la pila que había junto al pozo y, al lado de un cesto que la abuela utilizaba para la ropa sucia, encontraron un pequeño perrito negro, escuálido y aterido. Ella lo cogió enseguida para darle calor mientras el abuelo le decía: “Gasta cuidado Clarita, que como el perro tenga pulgas, cualquiera aguanta a la abuela”.

Volvieron a casa y Matilde les buscó un trozo de manta vieja y un platillo de latón con un poco de leche caliente y pan: “Le he puesto también una aspirina. Por si acaso sa enfriao el probe animalito”. Decía la buena  mujer, que llevaba trabajando en la casa toda la vida, y que resultaba muy graciosa cuando comentaba que a los guisos de carne había que echarles mucho pimiento y mucha “acenoria”.

Al día siguiente, el perrillo no paraba de mover el rabo mientras corría detrás de ella y de su hermano. No dejaba de mordisquear el bastón del abuelo. Jugaba y jugaba con todo lo que encontraba a su alrededor. La abuela le reñía siempre, a pesar de que el pobrecillo la miraba con su carita triste, agachando las orejas y ladeando la cabeza para intentar darle pena. No se dieron cuenta de lo mucho que el perro la quería hasta el día que la abuela murió. Moro tenía catorce años. No se movió de su lado hasta el último momento. La acompañó hasta la puerta del cementerio el día del entierro y esa misma tarde, el abuelo lo encontró muerto a los pies de la mecedora del salón. Como le hubiera gustado acariciar al pobre Moro en aquel instante, sentir el peso de su pata pidiéndole que le rascara la cabeza. Jamás volvió a tener otro perro.

Había dejado de llover. Se había hecho de noche. Clara se acercó a la repisa que había sobre la chimenea y miró los libros del abuelo. Estaban los mismos, colocados exactamente igual que cuando ella era niña. Allí estaba su favorito: “Las Obras Completas de Federico García Lorca” Era un libro muy grueso, estaba encuadernado en piel. Le encantaba aquel olor. Las páginas eran de un papel extremadamente fino y con el borde dorado, igual que las letras de la cubierta. Recordó entonces su etapa en la universidad. Su amiga Ana le preguntó en una ocasión:

- ¿Qué harías si tuvieras la oportunidad de viajar en el tiempo, retroceder a otra época? ¿Qué época elegirías?.

- Nueva York, invierno de 1.929. - Dijo Clara sin pensárselo dos veces.

- ¿Por qué Nueva York?


- Para no dejar que García Lorca volviera a Granada.

- Pensé que dirías la época en la que tus padres vivían. - Dijo Ana.-

- Entonces estaría condenándome a sufrir su pérdida nuevamente. –Explicó Clara.- Ya he tenido bastante dolor.

Un poco más a la derecha, una vieja edición del “Libro del Buen Amor” del Arcipreste de Hita. Sonrió al pensar en Don Melón y Doña Endrina, en la Trotaconventos. Si cerraba los ojos, a poco que se esforzara, podía casi reconocer en el silencio de la noche la risa de su hermano Pablo leyendo aquel libro la tarde que lo vio por última vez, justo antes de salir a dar una vuelta con la moto por el pueblo. Antes del accidente que no le permitió volver para terminar de leerlo. Cogió el libro y lo acarició. Marcada con un doblez la pagina en la que Pablo lo dejó.

Volvió a colocar el libro sobre la repisa, junto a la pipa del abuelo. Todavía olía mucho a su tabaco. Allí estaba el pequeño cofre donde el abuelo guardaba las llaves con las que daba cuerda a los relojes. El del vestíbulo, el de la galería del primer piso y el de su despacho. Cada mañana, como un ritual, daba cuerda a los tres. Después pedía a Matilde que le pusiera su “café negro”, bien cargado y con dos cucharadas de azúcar. “desde la guerra no puedo resistir la leche. Se me pone agria en el estomago”, decía cada vez que Clara le preguntaba: “Abuelo ¿Te gusta eso tan amargo?”. Después del café leía el periódico, volvía a comprobar que los tres relojes funcionaban y comenzaba su trabajo diario.

Cogió las llaves y dio cuerda a los tres relojes. Mientras lo hacía, una lagrima rodo por su mejilla hasta cruzar la comisura de sus labios. Noto su sabor salado, tan conocido, tan habitual en su vida desde niña. Se giró y vio su imagen reflejada en el espejo de la entrada. Estaba allí de pie, sola. Acababa de enterrar al abuelo, a su abuelo, y ahora se quedaba completamente sola. Sintió como si a su vida se le hubiera parado el pulso. Había perdido a sus padres cuando era niña, después a su abuela, a su hermano y ahora a su abuelo. “Bueno –pensó- por lo menos ya no me queda nada que perder. Este es el último dolor, el último adiós”.

El sonido de un claxon la hizo abandonar sus reflexiones.

-Niña –dijo Matilde saliendo de la cocina- Ya está ahí fuera el taxi.

-Gracias Matilde. Iré a por mi bolso. –Contestó Clara.

-Clarita ¿Por qué no te quedas a pasar la noche?  Ya es muy tarde y está empezando a llover otra vez. –Dijo la mujer con dulzura.

-No Matilde, gracias. –dijo Clara dirigiéndose hacia la puerta- Demasiados recuerdos.

-Si que es verdad hija, si que es verdad.

-Matilde … -dijo Clara girando sobre si.

-Dime hija.

-¿Queda alguna maceta de espliego en el patio?. –Preguntó Clara.

-Si. Alguna queda ¿Por qué?.

-Me gustaría llevarme una. Una pequeña.

-Pues no se hable más. Ahora mismo te la traigo. –dijo la mujer mientras caminaba hacia el patio.-

Matilde volvió pronto con una macetita de espliego envuelta en una bolsa de supermercado:

-Aquí tienes. ¿Esta bien esta?. –Pregunto Matilde mientras abría la bolsa para mostrar a Clara la planta.

-Si. Esta es perfecta. Muchas gracias. –Contestó Clara.- La abuela siempre metía bolsitas de tela llenas de espliego en los armarios ¿Recuerdas?.

-Si. –respondió llorosa la mujer, mientras limpiaba sus ojos con un viejo pañuelo de rayas que había sacado del bolsillo de su delantal.-

Clara se despidió de Matilde y salió de la casa. El jardín delantero desprendía un agradable olor a tierra mojada. Sintió frio. “Demasiado frio para estar en otoño” –pensó-. Cerró el cuello de su gabardina y subió al taxi con la pequeña maceta en la mano. El aroma del espliego se extendió rápidamente por el interior del coche. El taxista, un hombre de unos sesenta años, de aspecto bonachón y cara regordeta, la miraba a través del espejo interior mientras le decía:

-Ese olor me recuerda a mi infancia. Usted es muy joven y seguramente no lo ha vivido pero, cuando yo era niño, mi madre colocaba bolsitas con espliego en cualquier sitio que hubiera ropa. Es más, lo quemaba en el brasero para perfumar la casa.

-Si, es una planta muy aromática. -Contestó Clara intentando ser agradable.

Estaba muy cansada. Apoyo la cabeza en el cristal de la ventanilla y cerró los ojos para pensar: “Apenas conocí a mi madre pero también crecí con el olor del espliego. Los olores nos invitan a recorrer el camino de nuestros recuerdos, pasear por lo vivido. A veces sentir un olor es revivir una historia, volver a sentir …viajar al pasado ”.

Aspiró de nuevo el aroma y sonrió mientras pensaba en Jaime, su ex marido: “la verdad es que no me vendría mal un abrazo”.