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domingo, 31 de mayo de 2009

Nº 9 - 3º Piso, Puerta -A (Capitulo III)


Se despertó sobresaltada. Eran las cuatro y media de la madrugada. Sabía que ya no podría volver a conciliar el sueño. Sin duda la noche era uno de los peores momentos. Cerró los ojos. El tic tac del reloj del salón y el motor del frigorífico de la cocina eran los únicos sonidos que rompían el silencio sepulcral de la casa. De vez en cuando, se oía el ruido de los neumáticos de algún coche al pasar sobre los charcos de agua que se habían formado por la lluvia. El peso de la soledad se había acomodado en el pecho de Elisa y apenas si la dejaba respirar. ¿Cómo podría afrontar un futuro tan lleno de ayer?¿Aprender a vivir una vida llena de pasado? Muchos recuerdos, mucho dolor, y una cama demasiado grande, le ofrecían una noche más de insomnio interminable.

Pensó en la época en la que despertar al lado de Carlos cada mañana era su único horizonte. Años y años viviendo su entrega como un privilegio de amor que la vida le había concedido. Algo que nadie más tenía la posibilidad de sentir. Abrió los ojos, al fondo, en la penumbra de la habitación, podía distinguir el juego de tocador que su madre le había regalado el día de la boda. ¡Mi pobre madre! -pensó mientras una sonrisa agridulce se dibujaba en sus labios- Todavía podía recordar como si hubiera ocurrido ese mismo día, la tarde que le contó a la pobre Consuelo que tenía novio.

-Bueno hija –le dijo su madre con cara de “me lo veía venir”- Era de ver que tarde o temprano Luis y tu acabaríais siendo novios. Sois amigos desde muy niños y a mi me parece un buen muchacho. Es una buena persona y su familia gente honrada que, tal y como está hoy la vida, no es poco. Fíjate tu prima Águeda…

- Mamá –interrumpió Elisa nerviosa- ¡hija déjame hablar!

Su madre se irguió en la silla y puso las manos sobre la mesa, cruzándolas como si pidiera a Dios que, de la boca de Elisa, no saliera ninguna barbaridad. Hizo un ligero movimiento de cabeza adelantando el mentón y miró a Elisa fijamente mientras le decía:

-Habla. Habla y dime lo que tengas que decirme pero, antes de abrir la boca, piensa que después tendrás que hablar también con tu padre.

-Ya lo he pensado. Pero seguro que tu me echarás una mano con eso ¿No? –dijo Elisa sonriendo.

-Elisa que me estas asustando ¿eh? ¡Dime que no estás embarazada hija! -dijo la madre colocándose la palma de las manos sobre las mejillas.

-¡Que no mamá! –contesto Elisa empezando a perder la paciencia.

-Bueno. ¡Gracias virgencita! Entonces, ¿Qué pasa con lo del novio?- pregunto su madre.

-Mamá tengo novio pero no es Luis, yo le quiero mucho y sin duda es un buen chico pero no siento por él nada parecido a lo que siento por… por Carlos. – dijo Elisa mientras sonreía dulcemente.

-¡Ah! ¿Se llama Carlos? –dijo la madre con cierta ironía– Vaya, tiene nombre de niño rico.

-Bueno, digamos que no es ni rico ni pobre. Es profesor. –contestó Elisa haciendo una pausa- De la universidad -continuo diciendo mientras miraba a su madre de reojo- En realidad, es uno de mis profesores –dijo mientras el tono de su voz iba bajando hasta acabar en un susurro.

-¿Uno de tus profesores? –preguntó su madre extrañada mientras se movía en la silla como si esta se le hubiera quedado pequeña- Entonces… ¿Qué edad tiene tu novio?

-No, no es tan mayor como estas pensando –dijo mientras tragaba saliva intentando deshacer el nudo que se le había hecho en la garganta con la edad de Carlos -Sólo tiene cuarenta y dos años –contestó intentando aparentar naturalidad-

-¡Ay Virgen de la Macarena! –Casi gritó la madre de Elisa- Pero niña ¿tu estas loca? ¿No ves que ese hombre te dobla la edad? ¡Ay Dios mío, como la canción de Marifé de Triana! Chiquilla,  piensa lo que estás diciendo ¿no ves que es una locura? Cuando pasen los años, y a ti se te pase el embeleso que tienes, vendrán los problemas.  Además, soltero con esa edad, no parece trigo limpio. ¿Quién te garantiza que no es un picaflor que se aprovecha de ti y luego te deja?

-Mamá no me hace falta ninguna garantía. Yo confío en él, se lo que siente por mi y la clase de persona que es. No necesito más. –dijo Elisa tajante-

-¡Oh si necesitas más! ¡Ya lo creo que necesitas más! -dijo su madre sin dejar de mover la cabeza mientras asentía mecánicamente- Vas a necesitar el valor de “El Guerra” para hablar con tu padre. Yo no quiero saber nada. Conmigo no cuentes para apoyarte en este disparate. No seré yo la que te permita que te estrelles para el resto de tu vida.

-Mamá –dijo Elisa poniendo la cara de tristeza con la que sabía que siempre ganaba las batallas que entablaba con la humilde mujer- Si no cuento contigo, si una hija no puede apoyarse en su madre ¿En quien ha de hacerlo entonces? Dime mamá ¿qué es lo que he hecho mal, amar a alguien tanto que a veces me cuesta respirar sólo de pensar que puedo perderlo?

-Elisa no me seas manipuladora. Soy tu madre y te conozco bien cuando me pones esa carita da santurrona.-le dijo Consuelo en un esbozo de reprimenda.

-¿No me ayudarás mamá? -preguntó Elisa desconcertada.

-Hija, ¿no podías haberte arreglado con Luís? –preguntó la madre con voz lastimera intentando convencer a Elisa.

-Mamá yo no amo a Luís. No tenemos nada que ver ¿No lo entiendes? ¿Crees que puedo pasar el resto de mi vida con una persona que piensa que Pablo Neruda es un jugador de Futbol argentino? -preguntó Elisa.

-Pero el roce hace el cariño. -Insistió su madre.

-¡Por Dios Santo! ¿Qué roce? –preguntó alterada Elisa- No mamá. –dijo mientras le tomaba una mano a su madre y suavizaba el tono de voz- No voy a sacrificar mi felicidad porque tu o papá penséis que Carlos no es el hombre apropiado para mi. Es el amor de mi vida y con él la quiero compartir.

-Esta bien, que sea lo que Dios quiera –dijo su madre resignada- pero… ¿No será comunista verdad? Lo digo por tu padre. Ya sabes como lleva él eso de los radicales.

-Bueno –sonrió Elisa con ternura- eso no hace falta que se lo digamos a papá de momento ¿No crees?

La conversación con el padre no resultó tan difícil como Consuelo le había dicho. En el fondo, sabía que él sólo quería un marido trabajador y serio para ella. Alguien que supiera mantenerla en la posición en la que él la había situado. Presentía que un profesor de universidad, maduro y con una situación acomodada no le parecería tan mala opción, así que enfocó su planteamiento en esta línea. Se casaría con Carlos independientemente de lo que pudiera decir su padre pero, si las cosas salían bien, evitaría el sufrimiento de su madre.

Después de un rato de charla, durante el cual Elisa detalló minuciosamente toda la información que consideró debía conocer su progenitor, y evitó mencionar aquello que sabía no era conveniente comentar, su padre le dijo:

-Al menos no te faltará de nada y si, además, es un hombre instruido mejor que mejor, así podremos pasar buenas sobremesas de charla en el casino los domingos cuando vengáis a comer a casa. No me parece mala tu elección. Dile que venga a verme lo antes posible. Quiero que me diga cuales son sus ofrecimientos y sus planes de futuro.

Elisa asintió con la cabeza y se dirigió a su habitación mientras pensaba en su madre y en lo triste, gris y fría que habría debido ser la vida para ella al lado de aquel hombre. De buena gana le hubiera dicho: “Estás bastante equivocado si piensas que Carlos irá al casino para hablar y hablar sobre tu maldita guerra civil. Afortunadamente su visión de la vida va mucho más allá de los toros, los puros, el casino y una mujer que le rinda pleitesía”. Siempre había deseado decirle a su padre lo que pensaba sobre su forma de ver la vida y la manera en la que trataba a su madre, como si por el mero hecho de ser mujer no tuviera entendimiento. Sin embargo, se mantuvo en silencio y fue prudente, callando para no disgustar a la pobre Consuelo. “Tu déjale, no le hagas caso hija, mientras te deje ir a la universidad…”-le dicía su madre muchas veces- Y ella le dejaba, asumiendo que no le quedaba más remedio que aparentar conformidad con los razonamientos de bienestar que planteaba su padre, aun sabiendo que eran, cuando menos, injustos. “La tengo como una reina. No carece de nada: joyas, vestidos, veraneos, buena comida... He sabido mantener una situación acomodada y siempre hemos gozado de buena posición. En mi vida he insultado a mi mujer. Nunca le he pegado ni un mal guantazo. Yo siempre le he dado su sitio” decía Enrique a sus hermanos y cuñados en las reuniones familiares de Navidad. “Su sitio si, su sitio. –Pensaba Elisa- Como a la caja de puros o a las gafas para leer el periódico. ¿Qué más quería su pobre madre?

Aquella misma tarde, mientras ponía sobre la mesa de camilla una bandeja con café y tortas de aceite para la merienda, Consuelo se sentó pensativa al lado de su marido mientras le comentaba preocupada:

-Ella dice que es el amor de su vida. ¿Tu como lo ves Enrique? –le preguntaba su mujer temerosa por el futuro de su hija.

-Bueno, peor hubiera sido que el amor de su vida fuera un niñato metido en política, ateo y mal hablado, que al poco tiempo le diera mala vida y nos la mandara de vuelta llorando y con unos cuantos niños hambrientos.–contestó Enrique.

-Claro, viéndolo de esa manera, no te digo yo que no sea bueno este hombre. Tu como te has enterado que es profesor de universidad…Pero lo importante en la vida no es siempre como uno esté situado. ¿Qué quieres que te diga? Le veo yo muy mayor para la niña ¿No? –Volvió a preguntar la mujer-

-Consuelo, bien está dejarlo así. Hablaré con él y, si sus intenciones son buenas, que se casen y se acabó. Al menos ya la tendremos recogida y en manos de un hombre serio. No está la vida como para escoger mucho. Démosle tiempo al tiempo y ya veremos que pasa. –Dijo Enrique levantándose y cogiendo su abrigo para salir- Voy un rato al casino hasta la hora de cenar. Adiós.

Enrique salió y el ruido de la puerta al cerrarse tras de si dejó a la pobre Consuelo sola en un mar de dudas.

-Eso. Tu al casino y yo a lo mío, aquí, amarradita a la pata de la cama y con la pierna quebrada . –dijo Consuelo bajito, como temiendo que Enrique pudiera regresar y oírla hablar de aquella manera- ¡Pues mira lo que te digo viejo egoísta! Si la juventud me hubiera pillado a mi en esta época te ibas a enterar tu de quien es Consuelo.

Elisa la escuchaba desde la cocina mientras se preparaba un café y pensaba:: “Ya ves mamá, esto ocurre cuando te casas pensando que el roce hace el cariño y eliges la opción más conveniente y no la que te hace más feliz. Al final tienes cariño, años y años de un extraño cariño pero, ni un solo instante de amor, ni un solo segundo en el que la otra persona te haga temblar cuando pronuncia tu nombre, cuando te toma de la mano o te dice buenos días, mientras te retira el pelo de la cara por la mañana y te abraza tan fuerte que casi no puedes respirar. Es una pena que nunca hayas podido sentir así.”

domingo, 24 de mayo de 2009

Nº 9- 3º Piso - Puerta A (Capitulo II)



Le conoció en la universidad, ella apenas tenía veinte años y el rondaba los cuarenta y dos. Supo que era el hombre de su vida desde que le vio entrar en el aula y saludar. Le encantaba como era capaz de hablar a todo el mundo con aquella afabilidad sin dejar de utilizar el "usted" en el trato diario. Todas las chicas estaban locas por “el Valpuente”, lo cual suponía una inmensa competencia para Elisa. De todas formas, ella ni siquiera pensó que lo más lógico era que estuviera casado, o al menos comprometido. Algo en su corazón le decía que el Profesor Valpuente y ella habían llegado hasta allí por algo, así que no iba a dejar pasar la oportunidad de comprobar por qué.

Durante el primer año de carrera no hubo una relación más allá de la habitual entre un profesor y una alumna. El era muy agradable con todo el mundo y un magnifico conversador en cualquier circunstancia. Llegó el verano y Elisa no tuvo más remedio que resignarse a dejar de ver a su “príncipe azul” durante unos meses. Menos mal que para entonces, ya sabía que era un soltero de oro. Había tenido numerosos romances de juventud, un hijo, y varias historia pasajeras con alguna compañera pero, al menos, aparentemente el corazón del catedrático estaba libre como el viento.

A finales de Agosto, Elisa asistió a un concierto de música barroca en la Iglesia del Salvador. La había invitado su amiga Sara que estudiaba piano en el conservatorio. Casualmente, el novio de Sara llegó esa misma tarde de Heidelberg , de manera que Elisa no tuvo más remedio que ir sola. Llegó temprano, se sentó y comenzó a hojear el libreto de la programación. Tenía los labios resecos, buscó en su bolso el tarrito de bálsamo y se aplicó un poco con el dedo meñique. Se giró de manera instintiva para ver si había llegado mucha gente y fue en ese preciso instante cuando le vio entrar. Un extraño hormigueo le recorrió la espalda desde la cintura hasta el cuello. Sentía que el corazón acabaría saliéndosele del pecho y aterrizando sobre el órgano de la iglesia. – ¡No por favor! –dijo casi sin mover los labios. Mientras entablaba un duelo a muerte contra sus propias lagrimas. “¿Quién es esa rubia? –pensó- No puede ser que tenga novia y menos esa novia. ¡Madre mía es guapísima!. No, esto no me puede pasar ahora.” El amor de su vida avanzó junto a su acompañante y se paró justo dos filas delante de Elisa. Beso a la rubia en la mejilla y se despidió de ella, que continuó hasta la primera fila para sentarse junto a una señora mayor con aspecto de tener un apellido de los de toda la vida. Elisa sintió que la sangre volvía a correr por sus venas. “Hay un asiento libre a su izquierda. -pensó- ¿Qué hago? ¿Me levanto y me siento a su lado? ¡Se acabó!. Esto ha sido un aviso. No pienso volver a vivir esta angustia nunca más. Así que Sr. Valpuente allá voy”. Ni corta ni perezosa se levanto y se sentó junto a él:

-Hola. Buenas tardes D. Carlos –dijo temblando.
-¡Vaya!. Buenas tardes Elisa –dijo él sorprendido- Que casualidad verla por aquí.
-Pues la verdad es que si.
-¿Le gusta la música barroca? .
-Me gusta la música en general siempre que no resulte ruidosa.
-Estamos de acuerdo en eso –le dijo Carlos sonriendo-

Después del concierto, mientras salían de la Iglesia, Elisa pensó que tenía que hacer algo como fuera si no quería que aquello acabara siendo un mero encuentro casual. No podía perder la oportunidad de su vida. Ella no era de esas. En la calle hacía un calor insoportable, eran las nueve de la noche y el termómetro de la plaza marcaba 34º. “Ahora o nunca” –pensó.

-Disculpe, posiblemente le parecerá un atrevimiento por mi parte pero… hace mucho calor y conozco una terraza justo aquí al lado donde poder tomar algo fresco. Es un lugar muy agradable. Si me permite invitarle yo…


-No –dijo Carlos sin dejar que ella terminara su frase.

Elisa pensó que todo acababa en aquel momento. Se sintió tan ridícula que no le hubiera venido mal que la tierra se la hubiese tragado en aquel preciso instante, pero Carlos continuó hablando:

-De ninguna manera. Los hombres de mi edad no tenemos por costumbre admitir invitaciones de Señoritas, por el contrario, solemos estar encantados si son ellas las que admiten las nuestras, así que si me permite.-le dijo mientras con la mano hacía el típico gesto de “después de usted”.

-Será un placer –contesto Elisa suspirando y haciendo un amago de reverencia que provoco una amplia sonrisa en Carlos.

Llegaron a la terraza. Ella pidió una Coca-Cola y él agua mineral con gas. Un joven violinista, que interpretaba piezas a petición del público que se sentaba en los veladores de la plaza, se acercó a Elisa y le dedicó "El Adagio de Albinoni". Mientras sonaba la música, Elisa, temblorosa, miraba de reojo a Carlos que sonreía amablemente al joven músico.Sin duda, el catedrático era un hombre sumamente atractivo que parecía irradiar una luz especial. Miraba de una manera diferente, quizá porque era capaz de ver mucho más allá de lo que podía hacerlo cualquier otra persona que Elisa hubiera conocido. Posiblemente había sido un conquistador, tal vez todavía lo era pero, por primera vez (meses después se lo confesaría a Elisa), Carlos se dio cuenta de su extraña necesidad de no separarse de aquella muchacha.

Hablaron de infinidad de cosas. A cada minuto,  a cada instante, Elisa se daba cuenta de que su admiración por Carlos iba creciendo. Era tal y como lo había imaginado: Inteligente, sencillo, divertido y sobre todo, buena persona. Ella le miraba como se mira a un dios y él no dejaba de reír mientras escuchaba con atención las ocurrencias, explicaciones y versiones que sobre cualquier acontecimiento o situación le brindaba Elisa.

Después del refresco fueron a cenar y después de aquella cena vinieron más conciertos, más cenas, teatro, talleres de lectura, cine y paseos, hasta que un día, como llega todo lo que no quiere irse nunca, lentamente y con mesura, llegaron los primeros besos.

Meses después, durante un fin de semana en la sierra, Carlos se quedo mirando fijamente a Elisa como si nunca antes la hubiera visto de aquella manera:

-Me atormenta esta situación. Quiero mi futuro a tu lado, estoy seguro de ello, pero me asusta lo que pueda ocurrir -Le decía Carlos mientras le acariciaba el pelo con ternura- A menudo pienso ¿Qué pasará cuando tu cumplas los cuarenta y dos años que yo tengo ahora?


-Pues pasará que, posiblemente, tu ya estarás jubilado y podremos dedicarnos a dar la vuelta al mundo.- contestaba Elisa sonriendo.

-Fíjate como son las cosas, cuando tu merendabas pan con chocolate yo ya me había recorrido media Europa y estaba apunto de ser padre. –le decía Carlos moviendo la cabeza con resignación.

-Vale. Pues cuando demos la vuelta al mundo no pasaremos por esos países para que no tengas que repetir si no quieres –decía Elisa divertida mientras se ponía de puntillas para besar a Carlos en los labios- ¿Qué me importa lo que pueda pasar dentro de veinte años? No me gusta pensar a tan largo plazo. Además, tienes que reconocer que, en el fondo, has pasado toda tu vida esperándome.


-Si, creo que eso es verdad. Que pequeñita eres- le decía Carlos sonriendo.

-No. Es que tu eres muy alto. Yo mido 1.60, lo mismo que un borrico cordobés. –dijo Elisa con mucha dignidad.

El agua se había quedado fría y la música había dejado de sonar. Miró el reloj, había estado allí más de media hora. Salió de la bañera, se seco con rapidez y se puso el pijama. Le encantaba aquel olor a ropa limpia. Entró en la cocina y abrió el frigorífico. No tenía mucho apetito así que cogió un yogur y una cucharilla y se sentó en el salón para abrir el correo. Miró la foto de las últimas vacaciones que pasaron juntos en Cuba. ¡Le echaba tanto de menos! Hacía tres meses que no estaba y, desde entonces, solo le reconfortaba recordar y recordar todos los momentos que habían pasado juntos.

-Es como si ya nada nuevo tuviera sentido. Estoy subsistiendo con todo aquello de lo que he alimentado mi alma durante estos años. Viviendo de las rentas del corazón. –decía una noche a su hija Andrea al poco de morir Carlos.

-Mamá. ¿Te parece poco?  Estos años que has pasado siempre te seguirán dando fuerza para continuar. La vida se nutre de la propia vida. Tu te nutres del recuerdo de papá. Te garantizo que conozco pocas cosas que tengan más vida que eso. –le decía Andrea intentando animarla.

-¿Palabra de bióloga? –Le preguntó Elisa sonriendo.

-Por supuesto y palabra de amor, porque ya sabes que yo lo del honor lo tengo conceptuado de otra manera -le contestó Andrea mientras le apretaba la mano y le guiñaba un ojo.

El sonido del teléfono sobresaltó a Elisa que estaba recostada en el sillón con los ojos cerrados. Se incorporó y miró el reloj nuevamente. Las nueve y media.

-Diga –contestó.

-¿Si? ¿Es la señora de la casa? –preguntó una voz al otro lado del teléfono.

- Si, dígame –contestó Elisa mecánicamente.

-Disculpe, mi nombre es Mirta Suarez y la llamo para informarle sobre nuestra nueva promoción de colchones viscoelasticos, dotados de cámara de aire y capa de mentol refrescante para la cara de verano, y de algodón para la cara de invierno. En la actualidad, y solo durante los próximos quince días, con la compra de uno de nuestros colchones recibirá completamente gratis dos almohadas viscoelasticas para un completo descanso. De estar interesada, y si efectúa su pedido en los próximo tres días, recibirá también, completamente gratis, un edredón de pluma disponible en cuatro colores, marrón chocolate, verde bosque…


-Disculpe Señorita… Mirta –interrumpió Elisa.

-Como no Señora dígame –contesto la televendedora al otro lado.

-La verdad es que estoy absolutamente asombrada de su rapidez y fluidez verbal. Creo que es usted una estupenda profesional de la venta telefónica. Es más, estoy segura de que sus colchones deben ser lo mejor para el descanso pero, francamente, no pierda su tiempo conmigo, no voy a comprar ningún colchón. De todas formas muchas gracias por la información. Buenas noches. – se despidió Elisa.

-Buenas noches señora. Un placer. – contestó la vendedora.

Cuando colgó el teléfono, Elisa pensó en la pobre muchacha. Vendiendo colchones a las nueve y media de la noche. Sintió remordimientos, como si en parte fuera culpable del destino de aquella pobre mujer por no haberle comprado el colchón. Pensó en su vieja librería. En las berenjenas rellenas y el helado de fresa. En los libros electrónicos. En el campamento urbano de Andrea… “Quizá todavía se pueda hacer algo con esta vida. –Dijo en voz baja mientras se asomaba al ventanal del salón- Otra vez esta lloviendo. Este invierno esta siendo largo… muy largo y muy frio.

domingo, 17 de mayo de 2009

Número 9 - 3º Piso, Puerta - A (Cap. I)


La tarde era fría y húmeda. Había estado lloviendo durante todo el día y el agua en la carretera brillaba bajo la luz de las farolas. Algunas zonas tenían el aspecto de un arco iris como consecuencia de los restos de combustible. Elisa fue abrochando los botones de su abrigo, lentamente, sintiendo que con el último botón llegaba el fin de todo aquello a lo que había dedicado tanto tiempo y sobre todo tanto cariño. Se colocó la bufanda y cogió el bolso. Miró alrededor, todo estaba como siempre, sin embargo, ese era el último día para su vieja librería. Cerró la puerta de cristal y la persiana metálica. Sin poder remediarlo las lágrimas llegaron y Elisa comprendió que, en ese preciso momento, detrás de aquella persiana dejaba una gran parte de los últimos veinte años de su vida.

Cruzó la calle y camino unos metros hasta su casa mientras pensaba que, seguramente, dentro de poco en lugar de su librería, vería un bazar de los “económicos” o tal vez una tienda de ropa china. En cualquier caso, desgraciadamente, cualquiera de ellos resultaría más rentable que sus libros. Sería el colmo recibir una propuesta de alquiler del local para montar una tienda de artículos informáticos, donde pusieran a la venta los ultimísimos libros electrónicos. Posiblemente su hija Isabel tenía razón al decirle –Mamá, en tecnología estás completamente “out”- Tal vez lo estuviera, pero seguía pensando que la lectura era un placer para los sentidos. El contacto de la yema de los dedos con las hojas, el olor del papel y… el sonido. Ese sonido tan especial de las paginas, mientras pasan casi en un vuelo,  rozando nuestro dedo pulgar cuando buscamos algo que les hemos confiado como un tesoro, y que ellas han sabido custodiar fielmente: Una flor seca, una foto especial, un billete de tren, una carta de amor… -¡Valiente disparate!- pensó -¿Cómo se puede meter el Romancero Gitano en una tarjeta del tamaño de un caramelo masticable para leerlo en un aparato aséptico e impersonal? Este mundo cada vez es más gregario.

Había llegado al portal de su casa. Vivía allí desde que se casó con Carlos, hacía veintinueve años. El había comprado ese piso un año antes y ella lo decoró para convertirlo en el hogar que compartirían durante muchos años. Allí habían nacido sus dos hijas Isabel y Andrea. Allí había vivido los mejores y los peores momentos de su vida. Allí había sido y, ahora, casi había dejado de ser.

Entró en el portal, abrió el buzón y recogió la correspondencia. Folletos de hipermercado, la factura de la compañía eléctrica, algunas cartas del banco y un sobre color sepia que reconoció al instante y que le hizo sentir de nuevo el dolor de la ausencia irremediable de Carlos.

“Sra. Dª Elisa Calderón Macías
Viuda de D. Carlos Valpuente Ruiz
C/ Siena, 9 - 3º A
41002 - Sevilla”



La carta la remitía el Rectorado de la Universidad de Sevilla. Contuvo el llanto mientras sujetaba el resto del correo bajo su brazo y se disponía a abrir el sobre color sepia. Era lo que imaginaba, le comunicaban la celebración de un oficio religioso en la Catedral de Sevilla en memoria de Carlos.

-Una vez más, todo está pasando como tu decías –dijo casi suspirando- empiezan a llegar los cumplimientos, “cumplo y miento”. Tendré que ir, pero no se con que sentido porque, al fin y al cabo, tu nunca has creído en Dios. Si me hubieran preguntado, les habría dicho que te hubiera parecido mucho mejor una reunión de todos para leer en voz alta alguna obra de Platón, que tanto te gustaba, pero en fin…ya sabes como son estas cosas, las hemos vivido muchas veces. Lo peor es que ahora tu ya no estás.

Entró en el ascensor mientras buscaba en su bolso las llaves de casa. El móvil sonó:

-Diga – contestó Elisa.

-Hola madre. ¿Cómo estas?. –Se oyó al otro lado la voz de su hija Isabel.

-Pues bastante bien, me pillas en el ascensor. Acabó de llegar a casa. –contestó Elisa.

-Oye madre, he hablado con Andrea. Por lo visto el sábado tiene algo que hacer en Barcelona, ya sabes como es tu hija, lo hace y luego lo piensa. Por lo visto están recaudando fondos para organizar un campamento urbano para niños desfavorecidos. Estas cosas la superan. Tu la conoces, ¿No? En fin, el caso es que no puede ir este fin de semana, de manera que, si te parece, el viernes me cojo el Ave y estoy ahí para la hora de cenar. ¿Podrás aguantar a tu hija favorita durante dos días?. –preguntó Isabel.

-Me pides mucho pero, bueno, por tratarse de ti haré un esfuerzo. Es más, haré berenjenas rellenas y ese helado de fresa que tanto te gusta. -dijo Elisa sonriendo.

- Ten cuidado pequeña madre, corres el riesgo de recuperarme como “ocupa”. Me costará muy poco decirle adiós a Madrid ante tan suculenta propuesta. Por cierto ¿Me sigues queriendo todos los dedos de las manos?  -Preguntó Isabel imitando la voz de una niña.

-Por supuesto y todos los de los pies -dijo Elisa mientras sonreía.

-Vale guapa. Te quiero. Nos vemos el viernes. Un besito. –Se despidió Isabel.

-Otro para ti hija.

Sonriendo todavía abrió la puerta de su casa. Pensó en Isabel, físicamente era igual que su padre y tenía un carácter bastante similar al de él, sin embargo el sentido del humor era el mismo de Elisa cuando tenía su edad. Por duro que fuera aquello que le tocara vivir, siempre la hacía reír. Isabel había nacido un 28 de Diciembre. Se adelantó un mes y nació muy baja de peso. Necesitó quince días de incubadora y un derroche de atenciones durante los dos primeros meses de vida. A menudo, su hermana Andrea bromeaba diciéndole: “Es que a ti siempre te ha ido eso del rollito SPA. Tu no podías nacer como los demás tu necesitabas suite y trato personalizado. Pues que sepas que de pequeña eras un coco y si no lo crees pregúntale a papá”. Y era verdad. Cuando nació tenía unos ojos enormes. Carlos la cogía para darle el biberón y la miraba diciendo: “Hija, parece que tienes puestas unas gafas de motorista”. La verdad es que bonita, lo que se dice bonita, no era. Sin embargo, con el tiempo se convirtió en una chica realmente atractiva.

Le gustaban sus hijas. Eran genuinas. Carlos y ella habían intentado transmitirles el respeto y la educación como base del desarrollo de cualquier ser humano. Isabel había estudiado Filología Hispana igual, que su padre, y nada más terminar la carrera se trasladó a Madrid. Andrea, la pequeña, se inclinó por las ciencias. Era la excepción de la casa. Estudió biología y se fue a Barcelona para colaborar en un proyecto sobre la investigación del componente genético en niños con trastornos del desarrollo. Siempre estaba inmersa en proyectos destinados a la atención de los más necesitados, era vegetariana, y enemiga de los toros, los tacones y el maquillaje. Recordó como Carlos le decía: “Andrea es mucho más espíritu que materia. Es todo corazón. Pura energía. Además es tan guapa como tu, eso sí.. Un poquito más alta”.

Se quito el abrigo y lo colgó en el perchero del vestíbulo. Dejó el bolso sobre un sillón y se dirigió al vestidor para cambiar sus zapatos por unas zapatillas. “Parece que uno no está en casa hasta que no tiene las zapatillas puestas” –pensó-. Entró en el cuarto de baño y abrió el grifo del agua caliente. Tomaría un baño y luego se prepararía algo para cenar, quizá algo de fruta o tal vez una ensalada. Mientras se llenaba la bañera se quito la ropa y la colocó en el cesto de la colada, luego cogió un pijama, conectó el equipo de música y seleccionó una de sus piezas favoritas. La sonata Claro de Luna de Bethoven comenzó a sonar al piano de  Rubinstein. Volvió al cuarto de baño, se metió en la bañera y colocó una toalla bajo su cabeza a modo de almohada. Cerró los ojos y pensó en Carlos. ¿Cuántas veces habrían escuchado juntos aquella sonata?. ¡A saber! Casi no recordaba su vida sin él.