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martes, 10 de junio de 2008

La cajera del Hipermercado



Es sábado por la noche y sólo queda media hora para que el hipermercado cierre las puertas. La gente camina con rapidez mientras termina de llenar sus carritos. Algunos corren en dirección a la entrada para comprar algo de última hora antes de que el vigilante de turno les corte el paso diciendo: "Ya está cerrado".

Creo que ya lo tengo todo. Miro mi lista y, efectivamente, está todo. Me dirijo hacia una de las cajas empujando un carro bastante lleno que, como todos los carros, se tuerce hacia un lado mientras avanza. Mi hijo pequeño, de treinta meses, va en ese asiento especial para niños, de no más de 15 kg., en el que la mayoría de madres sientan a sus hijos, aunque pesen 18 kg., para evitar que el pequeño corra como un poseso entre la gente, de un lineal a otro, tirando todo lo que pilla a su paso. Al fin y al cabo, hay que tener mala suerte para que venga el de seguridad y te pese al niño. Pues bien, mi hijo, desde el asiento, se dedica a meter su manita en el carro y sacar todo lo que puede para manipularlo de esa manera que tienen los niños de hacerlo, clavando sus deditos en las tapaderas de los yogures y apretando los paquetes de bizcochitos hasta convertirlos en migas.

Yo sigo empujando el carro, diciendo al pequeño "no, no se toca" y buscando a mi otro hijo de cinco años, que viene arrastrándose por el suelo desde la sección de charcutería, mientras juega a un juego imaginario de artes marciales. Miro su ropa y pienso: "Es que no te enteras, los pantalones claros para los niños como el tuyo, se tienen porque alguien se los regala y tu los cuelgas en el armario esperando una ocasión para ponérselos que al final nunca debe llegar". Pero yo se los pongo y luego pienso:  Este niño está hecho un asco.

Cuando llego a la caja, la cola es de seis personas, todas con sus correspondientes carros hasta los topes. Mientras espero, voy mirando de soslayo lo que hay en cada uno. El primero lleva bastantes botellas de refresco, cerveza y un saquito de carbón. Está claro que tendrá una barbacoa, pero lo importante es que son pocas cosas, o sea que pasará pronto por caja. Los otros cinco carros van colmaditos y llevan de todo un poco. Los típicos de familias con adolescentes en casa (pizzas, salchichas, refresco, yogur para beber...).

Miro a un lado y a otro para ver si descubro alguna caja con menos personas y mira por donde, veo una con tres. Mejor no me muevo de aquí -pienso- recordando que, siempre que lo hago, tardo más, porque me toca la pobre cajera novata en una caja con un lector electrónico que casi nunca lee los códigos de barra, asi que tiene que teclearlos para que, al final, resulten desconocidos para el ordenador, que le contesta desde esa pantallita negra con letras verdes : "código erróneo o desconocido". Entonces, la chica, mientras se gira para darme la espalda, acaba llamando a Caja Central para decirme luego con cara de circunstancias: "No se preocupe, ya he llamado a mi compañera para que mire el precio", y yo le digo: "muy bien gracias", mientras pienso: "por favor que aparezca pronto la de los patines".

Mi hijo, en una de sus carreras desesperadas, sufre un serio derrape que le conduce directamente al lineal de los artículos para mascotas: "lo siento mami, no era mi intención", me dice mientras le veo sentado en el suelo rodeado de gateras, colchoncitos para perros, collares, bozales, huesos y muñecos de goma para cachorros. Yo cierro los ojos y tomo aire. Cuando vuelvo a abrirlos, todo el mundo que nos rodea está mirando el desastre. Algunos sonríen, otros seguro piensan: "Ahora que lo recoja la madre". Y claro que lo recoge la madre, con el niño, pero lo recoge la madre.

Vuelvo al carro. El pequeño, que se ha encontrado al fin libre, acaba de dejar el paquete de pan de molde como si le hubiera pasado una apisonadora por encima. Le miro, y pienso que debería cambiar el paquete de pan por otro, pero, quien se mueve ahora de aquí si ya sólo me quedan dos  delante y tengo cuatro detrás. "¡Nada!. Cuando llegue a la caja suelto el pan y ya lo compraré el lunes".

Los niños quieren agua, y como es normal, cuando necesitas algo, está en el fondo del carro. Además, el agua en paquetes de seis, así que comienzo la misión "En busca del agua perdida". Consigo una botella y por fin los niños beben, con el consiguiente golpe de tos del pequeño que acaba espurreando el agua. ¿Dónde? encima de mamá, que para eso están las madres, porque.. ¿Qué sería de una madre, sin manchas en la ropa, sin muñecos en el bolso, sin pisotones en los zapatos o sin carreras en las medias?. Nada, no sería nada. Las cosas como son, a mi, el hecho de que mi hijo me mojara la ropa me hizo sentirme realizada como madre.¡Ja!

Son la diez de la noche, los niños tienen hambre y pienso que cuando llegue a casa les tengo que preparar la cena. Hoy les prometí croquetas. Madre mía tengo por delante, cargar y descargar la compra, baño de niños y croquetas. ¡Que cómodo todo! Por fin nos toca, la cajera comienza a pasar los artículos con una rapidez de vértigo,  yo se lo agradezco en el alma. Guardo todo en las bolsas y le doy la tarjeta de crédito para el pago. La pasa por el datafono y ¡Atención! la rechaza. No puede ser, no me puede pasar esto ahora, "por favor pásela de nuevo" - le digo -. Y lo hace, pero, error de lectura. "Debe tener algún problema con la banda magnética ¿No tiene otra tarjeta?"- me pregunta -. "Pues, no en este momento."-le contesto- Ella me devuelve la tarjeta y me dice: "al fondo de la galería tiene un cajero automático, puede que allí funcione, este datafono es nuevo y es muy sensible". ¡Pues mira que bien! -pienso yo- veinticuatro cajas con sus veinticuatro datafonos, y me toca a mi el más "delicado".

Cojo a mis niños, como una madre coraje, y cruzo la galería entera en busca del cajero automático, intento la operación y ...¡Alavado sea el Señor!, este es menos sensible y me da el dinero. Me giro, con el pequeño en brazos, para volver a la caja, y veo a mi hijo mayor subido en una moto de esas que les echas un euro y se mueven durante veinte segundos, siempre y cuando estén enchufadas y el del bar no haya usado el enchufe para la vitrina de los helados y te diga: "está averiada". En este caso, desgraciadamente, estaba enchufada. "Mami, mami me prometiste que me subirías a uno de estos, me gusta esta moto. Porfi, porfi mami".. ¿Y que podía hacer yo? Le di el euro y pensé: Total por medio minuto ¿que más da?

Volví a la caja, sacando las últimas fuerzas que me quedaban, y le pagué a la cajera. Coloqué nuevamente al niño en el asiento del carro. El dolor de espalda me estaba matando. Mientras esperaba la vuelta y el ticket de compra mi hijo me preguntó: "Mami ¿Qué vamos a cenar, croquetas?". "No, pizza".- le dije-. El me miró y comenzó a decir: "¡oh mami! tu dijiste cro...". Le miré con cara de madre perversa y me dijo: "Mami ¿Con mucho queso?" "Con muchísimo" - le contesté.

La cajera, por fin me dio el ticket y la vuelta mientras me decía: "Tenga, un vale para los columpios voladores que hay en el aparcamiento, son dos viajes y hoy es el último día". "¡Bien, bien mami me quiero montar porfi!". -gritaba mi hijo-. Yo, que no daba crédito a lo que estaba ocurriendo, le dije ya sin fuerzas y con la más absoluta resignación: "Esta bien". En el fondo pensaba: Dios mio, si se marea y vomita, que sea encima de esta cajera, porfi porfi.

viernes, 6 de junio de 2008

Recuerdos


Pepe ha vuelto del colegio pidiendo su merienda:
-¡Mamá, mamá quiero merendar!¡Quiero Chocolate con churros! -me decía mientras daba esos saltitos que sólo los niños saben dar.

-¿No me das un beso? -le pregunté.

-Claro mami -me dijo mientras subía sus bracitos abriendo y cerrando las manos para que me acercara a su altura.

-Deja la mochila en tu habitación ¡Y lavate las manos mientras te preparo la merienda! -le dije, alzando el tono de voz a medida que avanzaba mi frase y el se alejaba corriendo por el pasillo.

-¡Vale mami!

Me dirigí hacia el frigorífico para sacar la leche y, de pronto, me encontré con aquel trozo de queso parmegiano. Hacía una mes, mi amiga Denisse, me había enviado desde Regio Emilia un paquete con algunas de mis "delicias" favoritas, entre ellas, queso parmegiano. Lo había visto infinidad de veces durante todo el mes, practicamente cada vez que habría el frigorífico, sin embargo, en esa ocasión, su imagen me hizo recordar lugares y situaciones que había vivido en Italia y que nunca antes había recordado de esta manera.

***

Mi habitación estaba en el tercer piso de un hotelito situado en el número 16 de la calle Filipo Turati, cerca del Coliseo y de la Via Cavour. Era un edificio del siglo XIX, al que habían "lavado la cara" más por dentro que por fuera. El primer día estuve buscando el ascensor durante un buen rato. Allí, de pie en el centro del vestíbulo que desprendía un olor a humedad y a historia, mientras daba una y otra vuelta girando sobre mi misma, pensaba: "Tranquila, controla, que tu eres medio italiana. Bajarás los tres escalones de medio metro de altura cada uno, arrastrarás tu maletón hasta la recepción, y le dirás al amable señor que estaba allí y que te ha dado las llaves, que te vuelva a indicar donde está el ascensor, además, lo harás todo con la satisfacción que te produce el estar de nuevo en Roma". Pensado y hecho. Dejé la maleta en un rincón del vestíbulo para no cargar con ella y me dirigí a la entrada del edificio:

-Per favore, ¿Potrebbe indicarmi dove si trova l'ascensore?.

El hombrecito pelirojo y pecoso de piel casi transparente que parecía ser el "jefe" del lugar (junto a él había un muchacho clasificando correo, que parecía ser de rango inferior), levantó ambos brazos y comenzó a reírse mientras decía:

-¡Santa Madonna! Mi scusi ragazza. ¡Andiamo, andiamo!

Caminaba rápido, con la cabeza ladeada, de manera que su cara quedaba casi pegada a su hombro. Yo le seguía mientras le escuchaba decir.

-¡Ay, ay, ay, Santa Madonna!

Llegamos de nuevo al vestíbulo, cogió mi maleta y la levanto como si fuera una pluma. Se dirigió hacia una puerta de madera de no más de 80 cm de anchura. La abrió y....¡Santa Madonna!. Pero esta vez lo dije yo. Aquello si que era sacarle partido a un "boquetillo" que, posiblemente, antaño fue el hueco por el que el servicio hacía caer la ropa sucia. Lo primero que pense fue que no habría sitio para la maleta y para mi al mismo tiempo, y así se lo hice saber al hombrecito, pero él apretó sus labios y los junto en forma de pico de pato mientras asentía de manera contundente con su cabeza diciendo:

-Certissimo.

Me fije en sus mínimos ojos, de un azul intenso y tan cerca uno del otro que daba la sensación de bizquera, sonreí y pensé: "si, seguro que si".

Tras la puertecita de madera había otra a modo de reja corredera, como las que siempre había visto en los ascensores de las películas americanas de los años 30. La empujó hacia un lado, colocó la maleta y me hizo un gesto con la mano invitándome a entrar en lo que posteriormente y de forma cariñosa opte por llamar "la cajita". El interior estaba tapizado de un tela adamascada de color rojo oscuro y en uno de los lados había un espejo muy estropeado que devolvía la imagen con un tono ámbar. El hombrecito cerro la "reja-puerta" y me brindó un gesto de despedida inclinando la cabeza dos veces seguidas, de una manera un poco oriental.

-¡Ciao! -me dijo.

-Ciao" -le contesté.

Pulsé el botón del ascensor en el que se adivinaba un tres desgastado y sucio. Aquello me recordó el primer televisor que tuvimos en casa, un Telefunken en blanco y negro con ocho botones de los que, como todos los españoles, sólo usábamos dos, que lógicamente, se veían muy ajados al comparalos con los otros seis.

El ascensor comenzó a subir y al final se detuvo en la tercera planta. Como pude, abrí las dos puertas y arrastré mi maleta hacia fuera. Respiré profundamente y me sentí aliviada al comprobar que el pasillo, en forma de "T", no tenía mal aspecto. Estaba pintado de color malva, con apliques de cristal blanco distribuidos por la pared que proporcionaban una luz indirecta bastante agradable. El suelo parecía el de los orígenes del edificio, de pequeñas losas con dibujos en tonos morados y ocres que me recordaban a los motivos de las túnicas de los carnavales venecianos.

Por fin llegué a mi habitación, la 304, no muy lejos del ascensor. Me gustaba el número porque la suma de sus cifras era 7 y junto con el 9 son mis números favoritos. Todos los contecimientos de mi vida, buenos y malos, han estado marcados por estos dos números, así que presentí que aquel viaje no sería uno más. Entré en la habitación, estaba un poco oscura, así que me acerque a una de las ventanas y la abrí para llegar hasta la contraventana de madera que no dejaba entrar suficiente luz. No estaba cerrada del todo, así que nada más empujarla un poco se abrió para dejar paso a la luz dorada de un atardecer romano, que podría volver a ver en cualquier momento de mi vida sólo con cerrar los ojos. Me dí la vuelta y observe la habitación. Era amplia, bien distribuida. La cama estaba situada en el espacio que quedaba libre entre las dos ventanas, el cabezal era de madera de pino con forma de abanico, con unos relieves formando ramas trenzadas en su contorno. A un lado de la cama una mesita de noche con una gran lampara, un teléfono y un cenicero con una cajita de cerillas; al otro lado un banco rectangular ocupaba todo el espacio que quedaba bajo la ventana. En uno de los laterales, empotrado en la pared, un gran armario con las puertas correderas de espejo, y en el otro lateral, unos cuadros con fotos del Foro de Roma y la puerta de un cuarto de baño sencillo, pero cómodo y agradable. Al fondo una gran butaca y un escritorio con una silla, completaban todo el mobiliario. Volví a la ventana, los comercios cerraban sus puertas, y en la trattoria que había en la esquina de la calle, un hombre serio y robusto de unos sesenta años, colocaba manteles de cuadros azules y blancos en las mesas dispuestas sobre una tarima de madera que, a modo de pequeña terraza, un joven camarero rodeaba de plantas que iba sacando del interior del establecimiento. Una muchacha colocaba en cada mesa velas y frascas de cristal con lo que parecía ser vino de la casa, otro joven moreno recogía su pelo en la nuca con una cinta, mientras el hombre robusto le acercaba una guitarra.

Decidí deshacer el equipaje y darme una ducha. Pensé descansar un rato, pero inmediatamente cambié de opinión; Sabía que si lo hacía, estaba tan cansada que me quedaría dormida hasta el día siguiente, y no quería pasar durmiendo mi primera noche en Roma. Tampoco me apetecía llamar a nadie, eran las nueve de la noche, un poco tarde para los italianos, así que salí a la calle y dí una vuelta a la manzana: La estación de ferrocarril de Termini, Santa Maria Maggiore, Plaza Vittorio.... Ya estaba en la puerta del hotel, cuando me di cuenta que no había comido nada desde mediodía, lo más cercano era la trattoria que había visto desde la ventana, así que cruce la calle y me senté en una de las mesitas de la terraza. La chica que había visto colocando las velas por la tarde se acercó y me dijo:

-Buona notte -mientras sonreía al tiempo que sacaba del bolsillo de su delantal una pequeña libreta y un rotulador verde.

-Buona notte -le contesté- mi porti una pizza margarita picola per piaccere?

-Subitto -me contesto sonriendo.

Mientras la joven se alejaba, tome la frasca de vino que había en la mesa y me serví un vaso. Estaba tan cansada que tenía la sensación de estar viviendo algo irreal, como un sueño, cuando de repente sono una guitarra y el chico de pelo largo que había visto desde mi habitación comenzó a cantar algo que a mi me pareció una tarantella. La gente que había en las mesas, ya no demasiada por la hora que era, comenzó a dar palmas al ritmo de la música mientras el muchacho pasaba entre las mesas cantando y sonriendo. Cuando se acercó a mi lado me sentí turbada, el me miraba fijamente mientras sonreía y yo, de soslayo, miraba aquellos dientes tan blancos que daban luz. No sabía que me estaba pasando, no era capaz de reaccionar y eso era muy raro en mi.

El joven italiano terminó su canción y se inclinó haciéndome una reverencia. Un grupo de chicos y chicas que había en una mesa próxima comenzaron a reír y tocar palmas gritándole: ¡Bravo! ¡Bravissimo! . El sonreía mientras guardaba su gitarra sin dejar de mirarme.

Dos chicos en una vespa pararon para comprar tabaco en la maquina expendedora que había en la trattoria, mientras les observaba, vi como la camarera se acercaba al tiempo que, el chico de la guitarra, la interceptaba y le decía algo. La chica le dio el plato que traía y él se dirigió nuevamente hacía mi mientras yo pensaba: "Ese pizza es la mia". Depositó mi cena en la mesa con la misma delicadeza con la que unos minutos antes había guardado su guitarra, me miro y me dijo:

-Buon appetito.

Yo sonreí y le dije:

-Gracias.¡Que bien huele!

Entonces, él me guiñó un ojo y me preguntó casi en un susurro:

-¿Il Parmegiano?

***

El timbre sonó y Pepe corrió para abrir la puerta.

-¡Hola Pápa!

-Hola bambino. ¿Come stai?