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domingo, 17 de mayo de 2009

Número 9 - 3º Piso, Puerta - A (Cap. I)


La tarde era fría y húmeda. Había estado lloviendo durante todo el día y el agua en la carretera brillaba bajo la luz de las farolas. Algunas zonas tenían el aspecto de un arco iris como consecuencia de los restos de combustible. Elisa fue abrochando los botones de su abrigo, lentamente, sintiendo que con el último botón llegaba el fin de todo aquello a lo que había dedicado tanto tiempo y sobre todo tanto cariño. Se colocó la bufanda y cogió el bolso. Miró alrededor, todo estaba como siempre, sin embargo, ese era el último día para su vieja librería. Cerró la puerta de cristal y la persiana metálica. Sin poder remediarlo las lágrimas llegaron y Elisa comprendió que, en ese preciso momento, detrás de aquella persiana dejaba una gran parte de los últimos veinte años de su vida.

Cruzó la calle y camino unos metros hasta su casa mientras pensaba que, seguramente, dentro de poco en lugar de su librería, vería un bazar de los “económicos” o tal vez una tienda de ropa china. En cualquier caso, desgraciadamente, cualquiera de ellos resultaría más rentable que sus libros. Sería el colmo recibir una propuesta de alquiler del local para montar una tienda de artículos informáticos, donde pusieran a la venta los ultimísimos libros electrónicos. Posiblemente su hija Isabel tenía razón al decirle –Mamá, en tecnología estás completamente “out”- Tal vez lo estuviera, pero seguía pensando que la lectura era un placer para los sentidos. El contacto de la yema de los dedos con las hojas, el olor del papel y… el sonido. Ese sonido tan especial de las paginas, mientras pasan casi en un vuelo,  rozando nuestro dedo pulgar cuando buscamos algo que les hemos confiado como un tesoro, y que ellas han sabido custodiar fielmente: Una flor seca, una foto especial, un billete de tren, una carta de amor… -¡Valiente disparate!- pensó -¿Cómo se puede meter el Romancero Gitano en una tarjeta del tamaño de un caramelo masticable para leerlo en un aparato aséptico e impersonal? Este mundo cada vez es más gregario.

Había llegado al portal de su casa. Vivía allí desde que se casó con Carlos, hacía veintinueve años. El había comprado ese piso un año antes y ella lo decoró para convertirlo en el hogar que compartirían durante muchos años. Allí habían nacido sus dos hijas Isabel y Andrea. Allí había vivido los mejores y los peores momentos de su vida. Allí había sido y, ahora, casi había dejado de ser.

Entró en el portal, abrió el buzón y recogió la correspondencia. Folletos de hipermercado, la factura de la compañía eléctrica, algunas cartas del banco y un sobre color sepia que reconoció al instante y que le hizo sentir de nuevo el dolor de la ausencia irremediable de Carlos.

“Sra. Dª Elisa Calderón Macías
Viuda de D. Carlos Valpuente Ruiz
C/ Siena, 9 - 3º A
41002 - Sevilla”



La carta la remitía el Rectorado de la Universidad de Sevilla. Contuvo el llanto mientras sujetaba el resto del correo bajo su brazo y se disponía a abrir el sobre color sepia. Era lo que imaginaba, le comunicaban la celebración de un oficio religioso en la Catedral de Sevilla en memoria de Carlos.

-Una vez más, todo está pasando como tu decías –dijo casi suspirando- empiezan a llegar los cumplimientos, “cumplo y miento”. Tendré que ir, pero no se con que sentido porque, al fin y al cabo, tu nunca has creído en Dios. Si me hubieran preguntado, les habría dicho que te hubiera parecido mucho mejor una reunión de todos para leer en voz alta alguna obra de Platón, que tanto te gustaba, pero en fin…ya sabes como son estas cosas, las hemos vivido muchas veces. Lo peor es que ahora tu ya no estás.

Entró en el ascensor mientras buscaba en su bolso las llaves de casa. El móvil sonó:

-Diga – contestó Elisa.

-Hola madre. ¿Cómo estas?. –Se oyó al otro lado la voz de su hija Isabel.

-Pues bastante bien, me pillas en el ascensor. Acabó de llegar a casa. –contestó Elisa.

-Oye madre, he hablado con Andrea. Por lo visto el sábado tiene algo que hacer en Barcelona, ya sabes como es tu hija, lo hace y luego lo piensa. Por lo visto están recaudando fondos para organizar un campamento urbano para niños desfavorecidos. Estas cosas la superan. Tu la conoces, ¿No? En fin, el caso es que no puede ir este fin de semana, de manera que, si te parece, el viernes me cojo el Ave y estoy ahí para la hora de cenar. ¿Podrás aguantar a tu hija favorita durante dos días?. –preguntó Isabel.

-Me pides mucho pero, bueno, por tratarse de ti haré un esfuerzo. Es más, haré berenjenas rellenas y ese helado de fresa que tanto te gusta. -dijo Elisa sonriendo.

- Ten cuidado pequeña madre, corres el riesgo de recuperarme como “ocupa”. Me costará muy poco decirle adiós a Madrid ante tan suculenta propuesta. Por cierto ¿Me sigues queriendo todos los dedos de las manos?  -Preguntó Isabel imitando la voz de una niña.

-Por supuesto y todos los de los pies -dijo Elisa mientras sonreía.

-Vale guapa. Te quiero. Nos vemos el viernes. Un besito. –Se despidió Isabel.

-Otro para ti hija.

Sonriendo todavía abrió la puerta de su casa. Pensó en Isabel, físicamente era igual que su padre y tenía un carácter bastante similar al de él, sin embargo el sentido del humor era el mismo de Elisa cuando tenía su edad. Por duro que fuera aquello que le tocara vivir, siempre la hacía reír. Isabel había nacido un 28 de Diciembre. Se adelantó un mes y nació muy baja de peso. Necesitó quince días de incubadora y un derroche de atenciones durante los dos primeros meses de vida. A menudo, su hermana Andrea bromeaba diciéndole: “Es que a ti siempre te ha ido eso del rollito SPA. Tu no podías nacer como los demás tu necesitabas suite y trato personalizado. Pues que sepas que de pequeña eras un coco y si no lo crees pregúntale a papá”. Y era verdad. Cuando nació tenía unos ojos enormes. Carlos la cogía para darle el biberón y la miraba diciendo: “Hija, parece que tienes puestas unas gafas de motorista”. La verdad es que bonita, lo que se dice bonita, no era. Sin embargo, con el tiempo se convirtió en una chica realmente atractiva.

Le gustaban sus hijas. Eran genuinas. Carlos y ella habían intentado transmitirles el respeto y la educación como base del desarrollo de cualquier ser humano. Isabel había estudiado Filología Hispana igual, que su padre, y nada más terminar la carrera se trasladó a Madrid. Andrea, la pequeña, se inclinó por las ciencias. Era la excepción de la casa. Estudió biología y se fue a Barcelona para colaborar en un proyecto sobre la investigación del componente genético en niños con trastornos del desarrollo. Siempre estaba inmersa en proyectos destinados a la atención de los más necesitados, era vegetariana, y enemiga de los toros, los tacones y el maquillaje. Recordó como Carlos le decía: “Andrea es mucho más espíritu que materia. Es todo corazón. Pura energía. Además es tan guapa como tu, eso sí.. Un poquito más alta”.

Se quito el abrigo y lo colgó en el perchero del vestíbulo. Dejó el bolso sobre un sillón y se dirigió al vestidor para cambiar sus zapatos por unas zapatillas. “Parece que uno no está en casa hasta que no tiene las zapatillas puestas” –pensó-. Entró en el cuarto de baño y abrió el grifo del agua caliente. Tomaría un baño y luego se prepararía algo para cenar, quizá algo de fruta o tal vez una ensalada. Mientras se llenaba la bañera se quito la ropa y la colocó en el cesto de la colada, luego cogió un pijama, conectó el equipo de música y seleccionó una de sus piezas favoritas. La sonata Claro de Luna de Bethoven comenzó a sonar al piano de  Rubinstein. Volvió al cuarto de baño, se metió en la bañera y colocó una toalla bajo su cabeza a modo de almohada. Cerró los ojos y pensó en Carlos. ¿Cuántas veces habrían escuchado juntos aquella sonata?. ¡A saber! Casi no recordaba su vida sin él.

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