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lunes, 13 de junio de 2011

CINTAS DE COLORES

Me llamo Salvador Encino y soy escritor.  Nací en un pueblecito del sur, donde la luz de sol se reflejaba, casi con soberbia, sobre el blanco de las casas y el ocre de los campos. En mi tierra, los ríos estaban tan vivos, que corrían  veloces y ruidosos, como si tuvieran prisa por llegar al mar para endulzarlo. La gente se sentaba en sillas de enea para tomar el fresco en las puertas de sus casas, mientras, los chiquillos, correteaban por las calles jugando con sus aros, observados por los ancianos que, apaciblemente,  veían pasar la vida con el sosiego que dan los años, disfrutando de cada instante, sin pensar en lo rápido que avanzaban los tiempos o en los días que les quedaban por vivir. Las abuelas  dormían  la siesta en las mecedoras, y las puertas de las casas estaban abiertas, como las almas de los que las habitaban. Allí, en el sur, donde se bebía el agua fresca de los búcaros, los días transcurrían con un compás diferente.
Mi pueblo tenía una preciosa rivera de agua fresca y cristalina donde, cada primavera, se celebraba la Romería de la Virgen de las Flores. Los jóvenes, montaban a caballo intentando conquistar a las muchachas a las que rondaban desde hacía tiempo. Las familias, se reunían alrededor de una humilde comida que las mujeres habían preparado la noche antes y, después de comer, todos cantaban y bailaban hasta que el día se iba apagando y el relente acariciaba el prado, dándole a entender, que la luna vendría pronto para beberse la débil  luz que el sol brindaba a esas horas.
Mi madre era menuda y ágil como un gorrioncillo, pizpireta e inquieta, pronta en sus actos y dulce y suave en el trato. Siempre parecía que le faltaba tiempo para hacer todo lo que tenía pendiente. Cantaba bajito, como si le hubiera robado la voz a alguien y tuviera miedo de ser descubierta.  Siempre cantaba, mientras  perfumaba la ropa con espliego y la planchaba con su vieja y pesada plancha de carbón, cada vez que regaba el centenar de plantas que adornaban el patio de nuestra casa, mientras majaba el gazpacho en el lebrillo de barro durante el largo y caluroso verano… ella siempre cantaba. Tarareaba coplillas antiguas cada vez que se limpiaba las manos en su delantal de rayas azules y blancas, cuando se prendía una moña de jazmines sobre su pelo oscuro cada tarde, o mientras estaba sentada a la sombra del viejo laurel zurciendo nuestra ropa. Cantaba y recorría la casa de un lado a otro, dando vida y luz a todo cuanto tocaba, a todos los que amaba.
Yo fui feliz en aquel pueblo.  Me gustaba mi casa, y el viejo brasero de cisco picón que mi abuela encendía cada tarde de invierno, para que todos, sentados alrededor de la mesa camilla, pudiéramos calentarnos cuando volvíamos de nuestras labores en el campo. Mi casa olía a alhucema, a pan recién hecho, a sabanas limpias y a jabón verde. Todavía puedo recordar el sabor de las torrijas y del arroz con leche de mi tía Consuelo. Era el sabor dulce de sentirse en casa, el sabor de tiempos felices.
Yo tenía un caballo tordo que se llamaba Revirao porque siempre caminaba con la cabeza ladeada. Mi padre le puso el nombre cuando lo compró en aquella feria de Córdoba para que aprendiéramos a montar. Podías dejarlo en cualquier sitio del mundo que él siempre sabía volver a casa. Me gustaba cepillarlo, y a él le gustaba poner su cara en mi pecho y empujarme hasta hacerme caer, entonces, yo me levantaba y le empujaba también.
Yo tenía tres hermanos mayores y una hermana menor que siempre se cepillaba el pelo. Era muy guapa y ayudaba a mi madre en la cocina. Ella quería estudiar, pero mi padre no la dejó porque no quería que se fuera del pueblo. Un día se murió, y mi madre ya no volvió a cantar. Nunca más volvió a regar las plantas del patio y su pelo se volvió gris. Yo…
—Continua papá, lo estás haciendo muy bien
—Mi novia se llamaba Rosario. Era una chica guapa, pero era muy flaca y un poco más alta que yo. A mi padre no le gustaban las mujeres altas y flacas, pero quería mucho a Rosario, por eso ella le cuidó hasta su muerte. Era una buena chica, y cuando nos  casamos fue una buena esposa y también una buena madre. Tuvimos dos hijos, pero ahora no sé dónde están, no sé dónde han ido los tres, no lo recuerdo…
—Tuviste dos hijos y una hija papá, yo soy tu hija, Sofía, ¿Recuerdas? Mamá está en la cocina preparándote la merienda. Siempre tomas una taza de leche y unas galletas. Estás en casa, con tu familia.
—Mi casa olía a jabón verde yo tenía un caballo y Rosario era flaca pero mi madre no sabía leer y yo le leía las cartas de mi hermano pero ahora yo no sé qué hora es  y tengo que volver a casa porque mi hermana se murió en agosto…
—Muy bien papá, muy bien, tranquilo, hoy te has esforzado mucho con tus recuerdos. Estoy muy orgullosa de ti, muy orgullosa. Ahora haremos los ejercicios con las tarjetas ¿Las reconoces? —Dijo Sofía mostrándole a su padre un mazo de fotografías plastificadas.
—Fotografías. —Contestó el hombre con la mirada perdida.
—Si, eso es papá, fotografías.  A ver, dime qué es esto. —Pidió Sofía mostrando al hombre  la  fotografía de un tenedor.
—Es… ¿Un tenedor?
—¡Si! Muy bien, es un tenedor. Lo estás haciendo estupendamente papá. Ahora dime, ¿Qué es esto? —Preguntó mostrando la fotografía de un árbol.
—Mi caballo Revirao sabía volver sólo a casa. A mi me gustaba cepillarlo. Mi tía consuelo me hacía arroz con leche…
—Papá —casi susurró Sofía, conteniendo las lágrimas mientras acariciaba la mano del hombre— mira esta foto, por favor papaíto, dime que ves en ella.
El hombre se frotó los ojos con los nudillos de sus grandes dedos índices y luego se llevó la mano izquierda a la boca, al tiempo que, mecánicamente, con la mano derecha, se atusaba el abundante pelo blanco mientras miraba, fijamente, la fotografía que le mostraba su hija. Su cara arrugada y casi inexpresiva, se tornó triste y cansada, como si admitiera la derrota en la lucha diaria por rencontrarse consigo mismo y con su historia, como si identificar aquel árbol, fuera algo poco menos que imposible para su mente quebrada.
—Papá, no te preocupes, es un árbol. —Dijo dulcemente Sofía— ¿Lo ves? Un árbol.
—Es un árbol. —Repitió Salvador con una sonrisa forzada— Es un olivo. En mi pueblo había muchos olivos.
—¡Si es un olivo! Y es cierto, en tu pueblo había muchos olivos. Lo estás haciendo muy bien. Ahora dime que letra es esta. —Pidió Sofía mostrando a su padre un pictograma de la letra “A”.
—Es una letra
—Eso es, muy bien, dime que letra es.
—Estoy cansado, quiero dormir.
—Está bien papá, te dejaré descansar un rato.  Después, cuando tomes tu merienda, te llevaré con Marcia para tus ejercicios de sicomotricidad.
—No sé quién es Marcia
—Marcía es tu terapeuta, pero no te preocupes papá,  yo te acompañaré. —Dijo Sofía mientras se levantaba de su silla y rodeaba la mesa para abrazar con fuerza a su padre, que permanecía inmóvil con las manos sobre los brazos del sillón— Voy a la cocina con mamá. Descansa un poco. Te quiero papá.
—Y yo te quiero a ti. Tu eres mi niña Sofía, mi chiquitilla morena. Eso puedo recordarlo. No dejes que lo olvide.
—No lo haré papá. —Dijo Sofía llorando mientras, arrodillada en el suelo, apoyaba la cabeza sobre el hombro de su padre, como si le faltaran las fuerzas— Te lo prometo, no lo haré.
Caminaron por un corredor extremadamente luminoso, lleno de plantas y cuadros de hermosos paisajes. El suelo abrillantado en el que Sofía podía ver reflejada su imagen y la de su padre, se había convertido en un espejo borroso, testigo del andar taciturno de Salvador, encaminándose hacía un futuro gris y frio desde un pasado que se desvanecía a cada paso, y que cada día era más difícil de recordar.
Finalmente llegaron al gimnasio, donde una joven mulata les recibió con efusividad.
—Buenos días Salvador. —Dijo mientras se dirigía hacia el hombre y le tomaba de la mano— Hola Sofía. —Continuó diciendo mientras se giraba para saludar a la joven, que le devolvió el saludo con un leve movimiento de cabeza— Bien, vamos a comenzar con un poco de bicicleta ¿Qué te parece? ¿Te apetece pedalear un poco?
El hombre caminó de la mano de Marcia y subió a una de las bicicletas estáticas que se encontraban al fondo de la sala.  Se sentó y, con la mirada en un punto fijo, inició un pedaleo lento y cansado.
—¿Que tal ha ido hoy el día? —Preguntó la terapeuta a Sofía.
—Prácticamente igual. Comienza a recordar y define perfectamente lo más lejano, incluso sensaciones muy concretas, luego, a medida que va avanzando en el tiempo, los recuerdos se hacen más difusos y su forma de relatarlos mucho más parca, hasta que comienza a desvariar y se pierde por completo tanto en el tiempo como en los conceptos.
—En el patio de mi casa había un olivo con cintas de colores con cintas de muchos colores eran de mi hermana que se murió un mes de agosto y mi madre le puso en el ataúd las cintas de colores. —Decía Salvador desde el fondo del gimnasio sin dejar de pedalear, mientras continuaba mirando el mismo punto fijo que miraba cuando se sentó en la bicicleta.
—Llevo años ayudándoles con esto, y no acabo de acostumbrarme. El drama no es que la enfermedad les niegue el futuro, sino que consigue distorsionar todo su pasado. Es un monstruo que se alimenta de historias. —Dijo Marcia.
—Desaprender toda una vida mientras, sin saberlo, esperas la muerte. —Dijo Sofía sin dejar de mirar a Salvador— Pero a él no le pasará, mi padre es escritor, tiene cientos de historias, ese monstruo  lo tendrá muy difícil,  no podrá con todas.

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