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miércoles, 19 de octubre de 2011

PINOCHO FUE A PESCAR

Aquella tarde, Prudencio Santos se sentó en el sofá de piel del inmenso salón de su casa. Pensó servirse algún licor mientras esperaba a Marta, su esposa, que estaba terminando de arreglarse, pero finalmente desistió de la idea. Seguro que en lo mejor de la copa saldría ella diciéndole, que si era temprano para beber, que no olvidara que tenía que conducir, que si la noche iba a ser muy larga… En fin, pensó Prudencio, una copa más o menos tampoco tiene tanta importancia, ya la tomaré después”. 
Se levantó y se colocó delante del espejo del aparador, que ocupaba uno de los laterales de la estancia, para arreglarse el nudo de la corbata. Era alto, de aspecto robusto, con un abundante cabello negro y corto, bien peinado y salpicado de algunas canas que, como le había dicho recientemente su madre, brillaban  como estrellas fugaces en una noche sin luna. Su nariz, no demasiado grande, era ligeramente aguileña, y sus ojos, del color verde de los bosques del norte, aun no siendo grandes, mantenían el brillo de la adolescencia a pesar de haber cumplido ya los cuarenta. Sus labios, carnosos y bien dibujados, eran de un tono entre sonrosado y violáceo, y sus dientes, grandes y parejos, se dejaban ver en su boca entreabierta, mostrando unos incisivos superiores, blancos y ligeramente mayores que el resto. A pesar de su actitud humilde, tenía una elegancia innata, que se ponía de manifiesto en la forma de moverse dentro de aquel traje de alta costura, que lucía como si de un pijama se tratara. Como si toda la vida hubiera usado aquella ropa.
El teléfono móvil sonó y Prudencio se apresuró a contestar la llamada. Era Ignacio Arteta, el abogado de la familia de su esposa y, por ende, del holding empresarial que había construido su suegro en los últimos cuarenta años.
—Hola Ignacio
—Hola Prudencio ¿Cómo te va?
—Bien ¿Tienes noticias? ¿Has consultado el registro?
—Si. La empresa está limpia, en la ruina, pero sin deudas ni hipotecas. Es un gran negocio, tienes que hacerte con ella como sea.
—Ya lo sé. Lo sé. Pero no es tan fácil. Todavía no están plenamente convencidos de querer deshacerse de ella y, además, el pobre Herranz se aferra a ella con tal entusiasmo que me parte el corazón. Ha invertido en esa empresa todos los ahorros de su vida. Ha sido una pena que ninguno de los cuatro vividores que tiene por hijos, haya sido capaz de trabajar para sacar adelante el sueño de un padre que ha luchado sin descanso, desde que era un niño, para poner a los pies de esos impresentables, no solo su fortuna, sino sus ilusiones, y eso si que no tiene precio.
—Vale, vale. —Le interrumpió el abogado— ¿No me dirás que te da pena? ¡Joder Prudencio! Que soy yo y somos amigos, pero si tu suegro te oye hablar así, créeme que, como mínimo, te pone cicuta en el postre de esta noche. ¡Venga hombre! Espabila que nos estamos jugando el tipo. No seas tan honesto.
—Si si, no te preocupes, sólo estaba pensando en voz alta. Nos vemos luego en la cena.
—Nos vemos. Hasta luego.
Prudencio volvió a sentarse en el sillón y se inclinó hacia delante mientras apoyaba su rostro sobre las manos. No podía dejar de pensar en aquel pobre hombre y en lo que tendría que hacer si quería sobrevivir. Le recordaba a su padre, y eso, le hacía experimentar una angustia mayor de la que ya sentía ante las circunstancias que rodeaban al anciano.
Los pasos de su mujer que se acercaba desde el pasillo le hicieron volver al momento real en el que se encontraba:
—¿Qué tal estoy? —Preguntó Marta entrando en el salón y girando sobre si misma mientras esperaba el beneplácito de su marido.
—Como siempre: Guapísima. Te favorece mucho ese color malva. Estas preciosa. —Dijo Prudencio de manera pausada, mientras se levantaba para acercarse a su mujer.
—¿Sabes Pruden? Te parecerá mentira, pero estoy nerviosa. Es un día muy importante para mis padres. Toda una vida juntos. ¿Eres capaz de imaginarnos a ti y a mi dentro de cuarenta años?
Prudencio sonrió, mientras acariciaba el brazo desnudo de su esposa, en un vano intento de encontrar algo de consuelo, algún gesto que le hiciera ver que aún era importante para ella. Luego, tomando la mano de Marta, la acercó a sus labios mientras la giraba para depositar un beso en su palma. Fue un beso suave y largo que consiguió desconcertar a la mujer. Después, mirándola fijamente a los ojos le dijo:
—Claro que soy capaz de imaginarlo.
—Eres siempre tan asquerosamente equilibrado, tan sumamente apacible, que a veces me pregunto si alguna vez ha habido algo que te haya sacado de tus casillas. —Dijo Marta mientras le miraba con cierto desdén— Bueno, a estas alturas de nuestras vidas, —continuó hablando mientras daba la espalda a su marido para coger su pequeño bolso— no seré yo quien me sorprenda ante tu incuestionable mansedumbre. Vamos, salgamos ya, tenemos que pasar por la joyería del centro comercial de camino a casa de mis padres. Tengo que recoger los regalos.
—Bien, vamos saliendo entonces. —Dijo Prudencio mientras colocaba el abrigo sobre los hombros de su esposa.

…/…

La gente iba y venía en un vertiginoso entrar y salir de las diferentes tiendas del centro comercial, mientras Prudencio, seguía pacientemente a su mujer que caminaba hacía la joyería.
—Espero que haya llegado todo. —Dijo Marta casi en un suspiro.
—Al final escogiste los relojes de oro y zafiros ¿Verdad?
—Si. Bueno, el de mamá lleva algunos rubíes. Es una preciosidad.
Entraron en la joyería y mientras Marta preguntaba por su encargo, Prudencio, sacó del bolsillo interior de su chaqueta la BlackBerry para comprobar si, finalmente, había recibido algún nuevo correo sobre la oferta de compra de la empresa de reciclaje de vidrios que había presentado esa semana. Su suegro tenía un interés especial en hacerse con ella, así que no tenía más remedio que jugar bien sus cartas para cerrar el trato lo antes posible y de la manera más beneficiosa, sin embargo, cada día le costaba más entrar en las negociaciones que conllevaba cualquier transacción de esas  características. Si fallaba otra vez, su suegro le vapulearía hasta la saciedad.
—Pruden…
—¿Si? —Contestó Prudencio sobresaltado
—Cariño, ¿Puedes regresar de tu mundo y hacer un poco de caso a tu mujer? —Preguntó, con un tono falsamente cariñoso, Marta mientras sonreía— ¡Ay Javier! —continuó, dirigiéndose al propietario de la joyería esta vez y dando a sus palabras un matiz de resignación — ¿Puedes creer que mi marido anteponga esa maquinita fría y aséptica a su esposa y a esta maravilla de relojes?
—Lo siento cielo —contestó Prudencio un tanto azorado— Son una preciosidad. Como siempre, has tenido un gusto exquisito. Estoy convencido de que tus padres se sentirán profundamente emocionados cuando se los entregues.
—Bien Javier —dijo Marta al propietario de la joyería— No se hable más. Por favor envuélvelos para regalo.
…/…

Cuando llegaron a casa de los padres de Marta, toda la familia estaba sentada en el salón tomando una copa antes de la cena.
—Por fin ha llegado mi pequeña Marta —Dijo Gregorio Carranza, mientras se levantaba con dificultad del butacón más cercano a la chimenea,  intentando desplazar su enorme y seboso cuerpo hacia donde estaba su hija, que para entonces, ya había cargado a Prudencio con el abrigo y la bolsa de la joyería.
—Hola papi. Hola mami —dijo Marta, besando primero a su padre y acercándose al otro butacón para besar a su madre— Prudencio, ¡Por Dios! —continuó diciendo Marta, soltando una enorme carcajada— suelta ya mi abrigo y quítate el tuyo que pareces el mayordomo.
La risa se hizo extensiva al resto del grupo, que observaban a Prudencio como si, en cualquier momento, pudiera sacar de la bolsa que sostenía, un sombrero lleno de cascabeles y convertirse en el hazme reír de los Carranza, dando volteretas sobre la alfombra, como un triste e insignificante bufón.
Prudencio pensó entonces en su vida, en su infancia en aquel pueblecito de Asturias donde su madre zurcía, cada noche, sentada al calor de la lumbre, los calcetines que el rompía jugando al futbol con aquella vieja pelota de trapo que le había hecho Marcelino, el cabrero. Ahora, tenía un buen coche, una casa magnifica en la mejor zona de Madrid y era socio del club de golf más prestigioso del país, sin embargo, a pesar de todo, su vida era lineal y rutinaria, un viaje sin sentido hacia ninguna parte, como un ritual de emociones y sentimientos contenidos, que los demás habían creado para que el llevará a cabo a la perfección, como una triste canción infantil.
De pronto, Prudencio lanzó la bolsa de la joyería y el abrigo de Marta sobre dos de sus cuñadas y, sin dejar de mirar a su mujer, que no daba crédito a lo que estaba ocurriendo, comenzó a cantar casi en un susurro, ante las desconcertadas miradas de todos los presentes:
Pinocho fue a pescar
al rio Guadalquivir,
se le cayó la caña
y pescó con la nariz.
Cuando llegó a su casa
nadie lo conocía
tenía la nariz
como un tranvía.

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