Visitas

jueves, 13 de noviembre de 2008

VIAJAR AL PASADO




La lluvia caía suavemente sobre el cristal de la ventana del salón. El reloj de la entrada ofrecía su tic tac como única alternativa sonora al chisporroteo de la leña que ardía en la chimenea, envolviendo la estancia en una luz naranja y agradable que invitaba a cerrar los ojos y dejarse llevar por la paz del lugar.

Clara se sentó en la vieja butaca del abuelo y extendió los brazos acercando sus manos al fuego. A pesar de todo, era agradable estar allí después de tantos años. Allí había pasado su infancia desde que sus padres murieron. Cada noche, después de cenar, la abuela se sentaba en la mecedora para hacer ganchillo mientras el abuelo encendía su pipa y, sentado en su vieja butaca, comenzaba a relatar viejas leyendas del lugar. La mayoría de ellas inventadas por él.

Ella y su hermano se acomodaban en la alfombra, y esperaban ansiosos escuchar la historia de esa noche para experimentar la sensación de miedo contenido que tanto les atraía. A menudo, le resultaba casi imposible irse a doemir sin sufrir autentico terror mientras subía las escaleras hacía su dormitorio. Cuando conseguía llegar hasta su cama, tapada con aquellas pesadas mantas con olor a alcanfor, Clara se prometía a si misma que no volvería a escuchar aquellas historias, pero a la noche siguiente, casi antes de que el abuelo hubiera llenado su pipa, Clara y su hermano Pablo, se arrodillaban delante del bueno de Gregorio reclamándole alguno de sus terroríficos relatos.

Todavía seguía allí el atizador y el punzón para mover la leña. Los recordaba de toda la vida, igual que el jarrón de porcelana de la mesa de la esquina donde la abuela solía colocar el cesto de sus labores. Justo al lado, una preciosa cajita de música con olor a canela que el abuelo le había traído del sur de Francia cuando, siendo casi un chiquillo, fue con su hermano mayor a ver una corrida de toros a Nimes. La abuela solía decir “A qué eso de irse tan lejos este hombre a ver los toros. Como si aquí no hubiera buenas plazas”. La abuela Irene protestaba casi por todo. A Clara le gustaba anticiparse a los comentarios de la abuela y solía hacer apuestas con su hermano:

-Apuesto un duro a que cuando la abuela pase por el vestíbulo protestará porque el abuelo ha dejado la caja de las verduras en la silla de la entrada. –Decía Clara.

-Yo apuesto el mismo duro a que primero protesta porque Matilde todavía no ha ido al gallinero a recoger los huevos. –Decía Pablo.

- Hecho. Pero si pierdes pagas. Luego no me vengas con cuentos. –Advertía Clara a su hermano.

- Vale, vale. –Decía Pablo con cierta resignación.

Se quedó mirando la mecedora de la abuela y de pronto recordó aquella tarde en la que encontraron a Moro. Hacía mucho frio, habían salido con el abuelo a recoger algo de leña y algunas piñas cuando escucharon los quejidos de un animal. Se acercaron a la pila que había junto al pozo y, al lado de un cesto que la abuela utilizaba para la ropa sucia, encontraron un pequeño perrito negro, escuálido y aterido. Ella lo cogió enseguida para darle calor mientras el abuelo le decía: “Gasta cuidado Clarita, que como el perro tenga pulgas, cualquiera aguanta a la abuela”.

Volvieron a casa y Matilde les buscó un trozo de manta vieja y un platillo de latón con un poco de leche caliente y pan: “Le he puesto también una aspirina. Por si acaso sa enfriao el probe animalito”. Decía la buena  mujer, que llevaba trabajando en la casa toda la vida, y que resultaba muy graciosa cuando comentaba que a los guisos de carne había que echarles mucho pimiento y mucha “acenoria”.

Al día siguiente, el perrillo no paraba de mover el rabo mientras corría detrás de ella y de su hermano. No dejaba de mordisquear el bastón del abuelo. Jugaba y jugaba con todo lo que encontraba a su alrededor. La abuela le reñía siempre, a pesar de que el pobrecillo la miraba con su carita triste, agachando las orejas y ladeando la cabeza para intentar darle pena. No se dieron cuenta de lo mucho que el perro la quería hasta el día que la abuela murió. Moro tenía catorce años. No se movió de su lado hasta el último momento. La acompañó hasta la puerta del cementerio el día del entierro y esa misma tarde, el abuelo lo encontró muerto a los pies de la mecedora del salón. Como le hubiera gustado acariciar al pobre Moro en aquel instante, sentir el peso de su pata pidiéndole que le rascara la cabeza. Jamás volvió a tener otro perro.

Había dejado de llover. Se había hecho de noche. Clara se acercó a la repisa que había sobre la chimenea y miró los libros del abuelo. Estaban los mismos, colocados exactamente igual que cuando ella era niña. Allí estaba su favorito: “Las Obras Completas de Federico García Lorca” Era un libro muy grueso, estaba encuadernado en piel. Le encantaba aquel olor. Las páginas eran de un papel extremadamente fino y con el borde dorado, igual que las letras de la cubierta. Recordó entonces su etapa en la universidad. Su amiga Ana le preguntó en una ocasión:

- ¿Qué harías si tuvieras la oportunidad de viajar en el tiempo, retroceder a otra época? ¿Qué época elegirías?.

- Nueva York, invierno de 1.929. - Dijo Clara sin pensárselo dos veces.

- ¿Por qué Nueva York?


- Para no dejar que García Lorca volviera a Granada.

- Pensé que dirías la época en la que tus padres vivían. - Dijo Ana.-

- Entonces estaría condenándome a sufrir su pérdida nuevamente. –Explicó Clara.- Ya he tenido bastante dolor.

Un poco más a la derecha, una vieja edición del “Libro del Buen Amor” del Arcipreste de Hita. Sonrió al pensar en Don Melón y Doña Endrina, en la Trotaconventos. Si cerraba los ojos, a poco que se esforzara, podía casi reconocer en el silencio de la noche la risa de su hermano Pablo leyendo aquel libro la tarde que lo vio por última vez, justo antes de salir a dar una vuelta con la moto por el pueblo. Antes del accidente que no le permitió volver para terminar de leerlo. Cogió el libro y lo acarició. Marcada con un doblez la pagina en la que Pablo lo dejó.

Volvió a colocar el libro sobre la repisa, junto a la pipa del abuelo. Todavía olía mucho a su tabaco. Allí estaba el pequeño cofre donde el abuelo guardaba las llaves con las que daba cuerda a los relojes. El del vestíbulo, el de la galería del primer piso y el de su despacho. Cada mañana, como un ritual, daba cuerda a los tres. Después pedía a Matilde que le pusiera su “café negro”, bien cargado y con dos cucharadas de azúcar. “desde la guerra no puedo resistir la leche. Se me pone agria en el estomago”, decía cada vez que Clara le preguntaba: “Abuelo ¿Te gusta eso tan amargo?”. Después del café leía el periódico, volvía a comprobar que los tres relojes funcionaban y comenzaba su trabajo diario.

Cogió las llaves y dio cuerda a los tres relojes. Mientras lo hacía, una lagrima rodo por su mejilla hasta cruzar la comisura de sus labios. Noto su sabor salado, tan conocido, tan habitual en su vida desde niña. Se giró y vio su imagen reflejada en el espejo de la entrada. Estaba allí de pie, sola. Acababa de enterrar al abuelo, a su abuelo, y ahora se quedaba completamente sola. Sintió como si a su vida se le hubiera parado el pulso. Había perdido a sus padres cuando era niña, después a su abuela, a su hermano y ahora a su abuelo. “Bueno –pensó- por lo menos ya no me queda nada que perder. Este es el último dolor, el último adiós”.

El sonido de un claxon la hizo abandonar sus reflexiones.

-Niña –dijo Matilde saliendo de la cocina- Ya está ahí fuera el taxi.

-Gracias Matilde. Iré a por mi bolso. –Contestó Clara.

-Clarita ¿Por qué no te quedas a pasar la noche?  Ya es muy tarde y está empezando a llover otra vez. –Dijo la mujer con dulzura.

-No Matilde, gracias. –dijo Clara dirigiéndose hacia la puerta- Demasiados recuerdos.

-Si que es verdad hija, si que es verdad.

-Matilde … -dijo Clara girando sobre si.

-Dime hija.

-¿Queda alguna maceta de espliego en el patio?. –Preguntó Clara.

-Si. Alguna queda ¿Por qué?.

-Me gustaría llevarme una. Una pequeña.

-Pues no se hable más. Ahora mismo te la traigo. –dijo la mujer mientras caminaba hacia el patio.-

Matilde volvió pronto con una macetita de espliego envuelta en una bolsa de supermercado:

-Aquí tienes. ¿Esta bien esta?. –Pregunto Matilde mientras abría la bolsa para mostrar a Clara la planta.

-Si. Esta es perfecta. Muchas gracias. –Contestó Clara.- La abuela siempre metía bolsitas de tela llenas de espliego en los armarios ¿Recuerdas?.

-Si. –respondió llorosa la mujer, mientras limpiaba sus ojos con un viejo pañuelo de rayas que había sacado del bolsillo de su delantal.-

Clara se despidió de Matilde y salió de la casa. El jardín delantero desprendía un agradable olor a tierra mojada. Sintió frio. “Demasiado frio para estar en otoño” –pensó-. Cerró el cuello de su gabardina y subió al taxi con la pequeña maceta en la mano. El aroma del espliego se extendió rápidamente por el interior del coche. El taxista, un hombre de unos sesenta años, de aspecto bonachón y cara regordeta, la miraba a través del espejo interior mientras le decía:

-Ese olor me recuerda a mi infancia. Usted es muy joven y seguramente no lo ha vivido pero, cuando yo era niño, mi madre colocaba bolsitas con espliego en cualquier sitio que hubiera ropa. Es más, lo quemaba en el brasero para perfumar la casa.

-Si, es una planta muy aromática. -Contestó Clara intentando ser agradable.

Estaba muy cansada. Apoyo la cabeza en el cristal de la ventanilla y cerró los ojos para pensar: “Apenas conocí a mi madre pero también crecí con el olor del espliego. Los olores nos invitan a recorrer el camino de nuestros recuerdos, pasear por lo vivido. A veces sentir un olor es revivir una historia, volver a sentir …viajar al pasado ”.

Aspiró de nuevo el aroma y sonrió mientras pensaba en Jaime, su ex marido: “la verdad es que no me vendría mal un abrazo”.

No hay comentarios: