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viernes, 6 de junio de 2008

Recuerdos


Pepe ha vuelto del colegio pidiendo su merienda:
-¡Mamá, mamá quiero merendar!¡Quiero Chocolate con churros! -me decía mientras daba esos saltitos que sólo los niños saben dar.

-¿No me das un beso? -le pregunté.

-Claro mami -me dijo mientras subía sus bracitos abriendo y cerrando las manos para que me acercara a su altura.

-Deja la mochila en tu habitación ¡Y lavate las manos mientras te preparo la merienda! -le dije, alzando el tono de voz a medida que avanzaba mi frase y el se alejaba corriendo por el pasillo.

-¡Vale mami!

Me dirigí hacia el frigorífico para sacar la leche y, de pronto, me encontré con aquel trozo de queso parmegiano. Hacía una mes, mi amiga Denisse, me había enviado desde Regio Emilia un paquete con algunas de mis "delicias" favoritas, entre ellas, queso parmegiano. Lo había visto infinidad de veces durante todo el mes, practicamente cada vez que habría el frigorífico, sin embargo, en esa ocasión, su imagen me hizo recordar lugares y situaciones que había vivido en Italia y que nunca antes había recordado de esta manera.

***

Mi habitación estaba en el tercer piso de un hotelito situado en el número 16 de la calle Filipo Turati, cerca del Coliseo y de la Via Cavour. Era un edificio del siglo XIX, al que habían "lavado la cara" más por dentro que por fuera. El primer día estuve buscando el ascensor durante un buen rato. Allí, de pie en el centro del vestíbulo que desprendía un olor a humedad y a historia, mientras daba una y otra vuelta girando sobre mi misma, pensaba: "Tranquila, controla, que tu eres medio italiana. Bajarás los tres escalones de medio metro de altura cada uno, arrastrarás tu maletón hasta la recepción, y le dirás al amable señor que estaba allí y que te ha dado las llaves, que te vuelva a indicar donde está el ascensor, además, lo harás todo con la satisfacción que te produce el estar de nuevo en Roma". Pensado y hecho. Dejé la maleta en un rincón del vestíbulo para no cargar con ella y me dirigí a la entrada del edificio:

-Per favore, ¿Potrebbe indicarmi dove si trova l'ascensore?.

El hombrecito pelirojo y pecoso de piel casi transparente que parecía ser el "jefe" del lugar (junto a él había un muchacho clasificando correo, que parecía ser de rango inferior), levantó ambos brazos y comenzó a reírse mientras decía:

-¡Santa Madonna! Mi scusi ragazza. ¡Andiamo, andiamo!

Caminaba rápido, con la cabeza ladeada, de manera que su cara quedaba casi pegada a su hombro. Yo le seguía mientras le escuchaba decir.

-¡Ay, ay, ay, Santa Madonna!

Llegamos de nuevo al vestíbulo, cogió mi maleta y la levanto como si fuera una pluma. Se dirigió hacia una puerta de madera de no más de 80 cm de anchura. La abrió y....¡Santa Madonna!. Pero esta vez lo dije yo. Aquello si que era sacarle partido a un "boquetillo" que, posiblemente, antaño fue el hueco por el que el servicio hacía caer la ropa sucia. Lo primero que pense fue que no habría sitio para la maleta y para mi al mismo tiempo, y así se lo hice saber al hombrecito, pero él apretó sus labios y los junto en forma de pico de pato mientras asentía de manera contundente con su cabeza diciendo:

-Certissimo.

Me fije en sus mínimos ojos, de un azul intenso y tan cerca uno del otro que daba la sensación de bizquera, sonreí y pensé: "si, seguro que si".

Tras la puertecita de madera había otra a modo de reja corredera, como las que siempre había visto en los ascensores de las películas americanas de los años 30. La empujó hacia un lado, colocó la maleta y me hizo un gesto con la mano invitándome a entrar en lo que posteriormente y de forma cariñosa opte por llamar "la cajita". El interior estaba tapizado de un tela adamascada de color rojo oscuro y en uno de los lados había un espejo muy estropeado que devolvía la imagen con un tono ámbar. El hombrecito cerro la "reja-puerta" y me brindó un gesto de despedida inclinando la cabeza dos veces seguidas, de una manera un poco oriental.

-¡Ciao! -me dijo.

-Ciao" -le contesté.

Pulsé el botón del ascensor en el que se adivinaba un tres desgastado y sucio. Aquello me recordó el primer televisor que tuvimos en casa, un Telefunken en blanco y negro con ocho botones de los que, como todos los españoles, sólo usábamos dos, que lógicamente, se veían muy ajados al comparalos con los otros seis.

El ascensor comenzó a subir y al final se detuvo en la tercera planta. Como pude, abrí las dos puertas y arrastré mi maleta hacia fuera. Respiré profundamente y me sentí aliviada al comprobar que el pasillo, en forma de "T", no tenía mal aspecto. Estaba pintado de color malva, con apliques de cristal blanco distribuidos por la pared que proporcionaban una luz indirecta bastante agradable. El suelo parecía el de los orígenes del edificio, de pequeñas losas con dibujos en tonos morados y ocres que me recordaban a los motivos de las túnicas de los carnavales venecianos.

Por fin llegué a mi habitación, la 304, no muy lejos del ascensor. Me gustaba el número porque la suma de sus cifras era 7 y junto con el 9 son mis números favoritos. Todos los contecimientos de mi vida, buenos y malos, han estado marcados por estos dos números, así que presentí que aquel viaje no sería uno más. Entré en la habitación, estaba un poco oscura, así que me acerque a una de las ventanas y la abrí para llegar hasta la contraventana de madera que no dejaba entrar suficiente luz. No estaba cerrada del todo, así que nada más empujarla un poco se abrió para dejar paso a la luz dorada de un atardecer romano, que podría volver a ver en cualquier momento de mi vida sólo con cerrar los ojos. Me dí la vuelta y observe la habitación. Era amplia, bien distribuida. La cama estaba situada en el espacio que quedaba libre entre las dos ventanas, el cabezal era de madera de pino con forma de abanico, con unos relieves formando ramas trenzadas en su contorno. A un lado de la cama una mesita de noche con una gran lampara, un teléfono y un cenicero con una cajita de cerillas; al otro lado un banco rectangular ocupaba todo el espacio que quedaba bajo la ventana. En uno de los laterales, empotrado en la pared, un gran armario con las puertas correderas de espejo, y en el otro lateral, unos cuadros con fotos del Foro de Roma y la puerta de un cuarto de baño sencillo, pero cómodo y agradable. Al fondo una gran butaca y un escritorio con una silla, completaban todo el mobiliario. Volví a la ventana, los comercios cerraban sus puertas, y en la trattoria que había en la esquina de la calle, un hombre serio y robusto de unos sesenta años, colocaba manteles de cuadros azules y blancos en las mesas dispuestas sobre una tarima de madera que, a modo de pequeña terraza, un joven camarero rodeaba de plantas que iba sacando del interior del establecimiento. Una muchacha colocaba en cada mesa velas y frascas de cristal con lo que parecía ser vino de la casa, otro joven moreno recogía su pelo en la nuca con una cinta, mientras el hombre robusto le acercaba una guitarra.

Decidí deshacer el equipaje y darme una ducha. Pensé descansar un rato, pero inmediatamente cambié de opinión; Sabía que si lo hacía, estaba tan cansada que me quedaría dormida hasta el día siguiente, y no quería pasar durmiendo mi primera noche en Roma. Tampoco me apetecía llamar a nadie, eran las nueve de la noche, un poco tarde para los italianos, así que salí a la calle y dí una vuelta a la manzana: La estación de ferrocarril de Termini, Santa Maria Maggiore, Plaza Vittorio.... Ya estaba en la puerta del hotel, cuando me di cuenta que no había comido nada desde mediodía, lo más cercano era la trattoria que había visto desde la ventana, así que cruce la calle y me senté en una de las mesitas de la terraza. La chica que había visto colocando las velas por la tarde se acercó y me dijo:

-Buona notte -mientras sonreía al tiempo que sacaba del bolsillo de su delantal una pequeña libreta y un rotulador verde.

-Buona notte -le contesté- mi porti una pizza margarita picola per piaccere?

-Subitto -me contesto sonriendo.

Mientras la joven se alejaba, tome la frasca de vino que había en la mesa y me serví un vaso. Estaba tan cansada que tenía la sensación de estar viviendo algo irreal, como un sueño, cuando de repente sono una guitarra y el chico de pelo largo que había visto desde mi habitación comenzó a cantar algo que a mi me pareció una tarantella. La gente que había en las mesas, ya no demasiada por la hora que era, comenzó a dar palmas al ritmo de la música mientras el muchacho pasaba entre las mesas cantando y sonriendo. Cuando se acercó a mi lado me sentí turbada, el me miraba fijamente mientras sonreía y yo, de soslayo, miraba aquellos dientes tan blancos que daban luz. No sabía que me estaba pasando, no era capaz de reaccionar y eso era muy raro en mi.

El joven italiano terminó su canción y se inclinó haciéndome una reverencia. Un grupo de chicos y chicas que había en una mesa próxima comenzaron a reír y tocar palmas gritándole: ¡Bravo! ¡Bravissimo! . El sonreía mientras guardaba su gitarra sin dejar de mirarme.

Dos chicos en una vespa pararon para comprar tabaco en la maquina expendedora que había en la trattoria, mientras les observaba, vi como la camarera se acercaba al tiempo que, el chico de la guitarra, la interceptaba y le decía algo. La chica le dio el plato que traía y él se dirigió nuevamente hacía mi mientras yo pensaba: "Ese pizza es la mia". Depositó mi cena en la mesa con la misma delicadeza con la que unos minutos antes había guardado su guitarra, me miro y me dijo:

-Buon appetito.

Yo sonreí y le dije:

-Gracias.¡Que bien huele!

Entonces, él me guiñó un ojo y me preguntó casi en un susurro:

-¿Il Parmegiano?

***

El timbre sonó y Pepe corrió para abrir la puerta.

-¡Hola Pápa!

-Hola bambino. ¿Come stai?

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